miércoles, 28 de diciembre de 2016

Lluvia

Me gusta la lluvia. Si aparece sin preámbulos mejor. Me gusta mirarla, olerla, sentirla. Arrastro esto desde mi niñez. Hace años que vivo en un lugar que casi no llueve. Planifico mi reencuentro cada día. Estimo que tal adoración viene de su capacidad, entre otras cosas, de suspender las clases. Cada vez que la inestabilidad meteorológica cobraba certeza y las autoridades del colegio me devolvían a la libertad, estallaba de felicidad. Entonces cambiaba mi ropa por la de “entrecasa” y planificaba mi día. Desparramaba sobre la mesa mi valija de herramientas y echaba mano a los restos de un radiograbador, tocadiscos, timbre, licuadora, o cualquier cadáver doméstico que los amigos de mi familia dejaban para “reparar”. Recuerdo haber inquietado por mucho tiempo a mis padres por pasar horas inmerso en este mundo signado por el alambre de cobre esmaltado.
Hoy trato de mirar aquellos días, buscando a veces con éxito lo que realmente me gusta hacer. Sospecho que no fuimos bien asesorados. La joven humanidad está en manos de la humanidad adulta, que los intoxica de consejos y les impide equivocarse por sí mismos. Somos naciones enteras de personas que compran sonrisas taxidérmicas en fastuosas catedrales de derroche, pretendiendo llenar el vacío de las pasiones mutiladas.
En estos tiempos de insoportables rentabilidades, yo seguiré rindiendo devoción a ver el agua caer, no como una fase de hastiados ciclos hidrológicos, sino como aquella lluvia, que durante el privilegio inigualable de la infancia, supo ser cómplice de mi rebeldía prematura.