jueves, 8 de junio de 2017

Blaquier



Vengo de un pueblo chico, desesperadamente chico, donde dormir la siesta es una medida obligada para mitigar la extensa duración del día. Los relojes modifican su velocidad angular y entonces el tiempo llega a detenerse. Nada tienen que hacer en él conversaciones referidas a monedas extranjeras, arquitectura medieval o simulacros de evacuación. En un país con marcada pendiente hacia la capital, macrocéfalo y pseudo federal, pueblos como Blaquier sobreviven como lo hacen los animales de un zoológico abandonado: añorando un esplendor que nunca existió. Será por eso que, a pesar de haber migrado, soy insoluble en metrópolis bulliciosas, y considerando que a esta altura no me esperan más sorpresas que un resignado futuro del más digno cabotaje, deberé pasar lo que me queda de vida bien lejos de la gran ciudad. Cada mudanza que doy en mi vida respeta esta idiosincrasia en el plano cartográfico, esto es, abajo y a la izquierda, al sur y al oeste, lejos y más lejos de esa urbe querida por tantos menos por mí. Detesto los aeropuertos, las autopistas y  las sociedades que bailan en horarios establecidos por el comercio. Entiendo que mi comportamiento resulta un tanto fastidioso para quienes viven a mi alrededor, pero es posible que las salidas diplomáticas no tengan lugar en este caso y sea necesario recurrir a  cirugías altamente invasivas. La densidad poblacional repercute en mí como el smog, las ondas electromagnéticas o la contaminación freática.
Sé muy bien de donde vengo y me gusta imaginar a donde voy.
Así que si en algún momento de mi recorrido observan que estoy caminando en “círculos”, no me digan nada.
Estaré corriendo el riesgo de volver donde me fui.

martes, 6 de junio de 2017

Sueños


No me gustan mis sueños. Son la puerta a lo críptico, lo proscripto, lo execrable. Constituyen un puente magnífico con la culpa, los excesos, los temores, las fobias, la inseguridad. Para mal de peores, te agarran dormido. Si algo tienen de bueno es su elevada capacidad de combustión por quienes son los encargados de condenarlos al olvido. No recuerdo haber tenido un sueño referido a algo agradable en toda mi vida. Una vez por mes me visita la posibilidad de haber dejado trunca mi carrera, nunca es por falta de dinero o cuestiones de salud: es por sumergirme en la noche. Lechos de muerte de seres queridos, incapacidad para moverse o escapar, sensación de ahogo, la angustia de volver a empezar todo de nuevo. Hace unas horas desperté cayendo desde un noveno piso. Ocurre en el hotel de una ciudad que aborrezco. Entonces el pánico atraviesa el portal de lo onírico y se materializa en la cama para seguir cayendo al vacio durante unos minutos interminables. Ya no es posible volver a dormirse y dado que en medio de la noche, epifanía de la soledad, no afloran los mejores pensamientos, solo queda levantarse.
Afuera me espera un día agotador.

Secretos



Están estrictamente guardados y no hay cosa en este mundo, y más allá, que no los tenga. Un cumulonimbus, una piedra en el fondo de un río, las construcciones de la antigüedad, una herramienta. Así pues un martillo guarda celosamente el origen de su mango, a que árbol perteneció, quien lo plantó, mediante que sistema fue irrigado, quién se detuvo bajo su sombra, cuál fue su leñador, qué carpintero dio su forma.
La naturaleza no es más que una dotación infinita de información que no está disponible para cualquiera.
Estos enigmas traen consigo la necesidad imperiosa de ser sacados a la luz, pero mueren al ser revelados, se desvanecen, pierden su atractivo, muchas veces hasta pierden su nombre.
¿Habré sido capaz alguna vez de beber dos veces la misma gota de agua en este ciclo hidrológico que posibilita la vida?
No quiero saberlo.
El secreto consiste en saber guardarlos.