Vengo de un pueblo chico, desesperadamente chico, donde
dormir la siesta es una medida obligada para mitigar la extensa duración del
día. Los relojes modifican su velocidad angular y entonces el tiempo llega a
detenerse. Nada tienen que hacer en él conversaciones referidas a monedas
extranjeras, arquitectura medieval o simulacros de evacuación. En un país con
marcada pendiente hacia la capital, macrocéfalo y pseudo federal, pueblos como Blaquier
sobreviven como lo hacen los animales de un zoológico abandonado: añorando un
esplendor que nunca existió. Será por eso que, a pesar de haber migrado, soy
insoluble en metrópolis bulliciosas, y considerando que a esta altura no me
esperan más sorpresas que un resignado futuro del más digno cabotaje, deberé
pasar lo que me queda de vida bien lejos de la gran ciudad. Cada mudanza que doy
en mi vida respeta esta idiosincrasia en el plano cartográfico, esto es, abajo
y a la izquierda, al sur y al oeste, lejos y más lejos de esa urbe querida por tantos
menos por mí. Detesto los aeropuertos, las autopistas y las sociedades que bailan en horarios establecidos
por el comercio. Entiendo que mi comportamiento resulta un tanto fastidioso
para quienes viven a mi alrededor, pero es posible que las salidas diplomáticas
no tengan lugar en este caso y sea necesario recurrir a cirugías altamente invasivas. La densidad
poblacional repercute en mí como el smog, las ondas electromagnéticas o la contaminación
freática.
Sé muy bien de donde vengo y me gusta imaginar a donde voy.
Así que si en algún momento de mi recorrido observan que
estoy caminando en “círculos”, no me digan nada.
Estaré corriendo el riesgo de volver donde me fui.