jueves, 2 de noviembre de 2017

Preso

No es fácil vivir siempre en el mismo cuerpo. Ni para mí ni para los que están cerca mío. Estoy preso en este continente de carne que cambia su cáscara pero no el sumo. Ese testarudo que se emociona con las mismas cosas que hace veinte años atrás. Un compañero de celda de mí mismo, indignado y cuyo estado es reservado. A menudo suelo enojarme con la imagen que me devuelve el espejo, por lo que he optado por afeitarme en la ducha, lavarme los dientes en la cocina y cortarme el pelo en el patio. Mi vestuario es andrajoso, no me llevo bien con la tecnología al servicio del ocio y en los tiempos libres visito las chatarrerías. Prefiero el “hacer” al “hecho”. Tal es el caso de los muebles que me gusta fabricar, que no se llevan del todo bien con los ejes tridimensionales del hogar y aunque sean colosalmente perfectibles, me dan cierto orgullo. Un orgullo en ropa interior, pero orgullo al fin. Tengo problemas con mi auto, al que mando a lavar cada un par de años y hasta menos. Y cuando imagino que nada podría ser peor me acuerdo de mi vecino, que lava el suyo, el de su mujer y el de su trabajo, cada día que el meteorólogo local anuncia cielo despejado, contribuyendo de este modo a la formación de un río transitorio que bien podría llevar su nombre. Una vez por año visito a mis viejos. Que están grandes. Al momento de volver, ya en viaje, me dan unas ganas insoportables de llorar. Un llanto corto, espasmódico, con lágrimas y hasta mocos, de esos que tan bien describía Cortázar. Aún así lo disfruto. Como disfruto escribir, cocinar, beber y como alguna vez disfruté tocar la guitarra, vivir en una gran ciudad o pintar remeras.
Como dije antes, soy presidiario en mi propio cuerpo.
Aunque con muchas salidas transitorias.