No es fácil vivir siempre en el mismo cuerpo. Ni para mí ni para los
que están cerca mío. Estoy preso en este continente de carne que cambia
su cáscara pero no el sumo. Ese testarudo que se emociona con las
mismas cosas que hace veinte años atrás. Un compañero de celda de mí
mismo, indignado y cuyo estado es reservado. A menudo suelo enojarme con
la imagen que me devuelve el espejo, por lo que he optado por afeitarme
en la ducha, lavarme los dientes en la cocina y corta
rme
el pelo en el patio. Mi vestuario es andrajoso, no me llevo bien con la
tecnología al servicio del ocio y en los tiempos libres visito las
chatarrerías. Prefiero el “hacer” al “hecho”. Tal es el caso de los
muebles que me gusta fabricar, que no se llevan del todo bien con los
ejes tridimensionales del hogar y aunque sean colosalmente perfectibles,
me dan cierto orgullo. Un orgullo en ropa interior, pero orgullo al
fin. Tengo problemas con mi auto, al que mando a lavar cada un par de
años y hasta menos. Y cuando imagino que nada podría ser peor me acuerdo
de mi vecino, que lava el suyo, el de su mujer y el de su trabajo, cada
día que el meteorólogo local anuncia cielo despejado, contribuyendo de
este modo a la formación de un río transitorio que bien podría llevar su
nombre. Una vez por año visito a mis viejos. Que están grandes. Al
momento de volver, ya en viaje, me dan unas ganas insoportables de
llorar. Un llanto corto, espasmódico, con lágrimas y hasta mocos, de
esos que tan bien describía Cortázar. Aún así lo disfruto. Como disfruto
escribir, cocinar, beber y como alguna vez disfruté tocar la guitarra,
vivir en una gran ciudad o pintar remeras.
Como dije antes, soy presidiario en mi propio cuerpo.
Aunque con muchas salidas transitorias.