sábado, 19 de mayo de 2018

Eucalyptus

En el invierno del 2000 tuve la necesidad de escaparme un poco del estudio. Tenía esa libertad debido a que había terminado de cursar Agronomía. Quizás cansado de la falta de plata o de la rutina del culo en la silla, o simplemente salir a lavar un poco las culpas, no sé bien. Buscaba cualquier excusa para cortar por un mes con los estudios, un trabajo, un viaje, una experiencia diferente. Y entonces la excusa adoptó la forma de un trabajo de sol a sol en unos campos cercanos a La Plata, en el partido bonaerense de Magdalena. Una cuadrilla formada por tipos curtidos, algunos buscados y otros encontrados con salidas transitorias, y por supuesto, un inadaptado a los trabajos duros como yo. Veinte hectáreas de suelo arado para ser plantadas con Eucalyptus. El procedimiento era sencillo: tirábamos un cable de acero de unos cien metros, el cual tenía marcada la distancia de plantación y avanzábamos desde los extremos con una pala y un manojo de veinte kilos de plantines hasta encontrarnos en el centro. Si por alguna razón me retrasaba y el colega que venía en la misma línea que yo avanzaba más de la mitad de la distancia del cable, entonces llegaba el reclamo: "yo no me vine hasta acá para llenar tu billetera" me decía. Un reclamo rudo, de tíos que no saben de buenos modales porque nunca nadie se tomó el tiempo de enseñárselos. Y en esta vida va lo que nos viene. Tipos sumamente duros, con un discurso básico y unas ambiciones a futuro que no superaban lo que la profundidad de un bolsillo promedio. Un "agujero de gusano" sin escala a las cuevas de Altamira en el minuto cero del siglo que acabábamos de inaugurar. Esbozar el más simple tecnicismo, como calcular una escuadra en la esquina de una parcela, podía considerarse como un insolente alarde de erudición y motivo suficiente para desatar un proceso inflamable de mucho lamentar. Cuando el sol se escondía caminábamos hasta la casilla donde alguien se encargaba de preparar la cena y el resto dábamos comienzo a una frenética carrera por tomar todo el vino que nos habían provisto. Sentados en troncos al costado de un fuego destinábamos tres o cuatro horas rendidos al ritual del tabaco y el alcohol a modo de recompensa, tras otra jornada de trabajo extenuante. Al cabo de un par días las asperezas se limaban y haciendo uso y abuso del respeto la cosa se encaminaba. Una réplica económica de la División Internacional del Trabajo que facilitaba las cosas y hacía posible la convivencia de esa fauna tan exótica entre sí. Unos juntaban la leña, otros ordenaban, otros lavaban. Dormíamos vestidos tapados con frazadas para contrarrestar el clima helado. En todos los días que duraba la odisea –siete a diez- no nos quitábamos nunca nuestra ropa, así nos acostábamos y así nos íbamos a trabajar ni bien amanecía. Un trabajo agotador en el que encontrábamos, ya sea en el día o durante la noche bebiendo y cantando, ese pequeño aventón para ser un tantito más felices por algunas horas.
No es la intención de estas palabras hacer una apología de las condiciones precarias de trabajo, fueron otros tiempos y así lo llevo ordenado en mi cabeza.
Algunos compañeros de esas expediciones a la plantación no la han pasado bien y volvieron a la sombra según lo último que supe. Otros sucumbieron ante lo insoportable que a veces resulta vivir. Finalmente, con otros he logrado contactarme y mantengo un vínculo más que fluido.
Nunca me olvido de esos días tan intensos en los que el intruso con respecto a las oportunidades recibidas era yo, y admito que siento mucha emoción de recordar que hayamos podido lograr un ensamble entre piezas tan distintas.
Porque en este mundo mezquino en el que tanto nos cuesta caber, la virtud no es sobresalir, sino poder sumar a uno entre tantos más.
Como los Eucalyptus de Magdalena.

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