miércoles, 11 de enero de 2017

Efemérides

“Lo de Aníbal” era un bar en la ciudad de La Plata que me gustaba merodear cuando tenía un resto de guita. El lugar era para ir tarde, cuando todos te cerraban la persiana, Aníbal te dejaba pasar. Era un lugar para seguir tomando con la excusa de “comer algo”. Era un antro merodeado por gente pesada, gente que durante el día no se percibe a simple vista, perdedores que a esa hora de la noche duplicaban sus nefastas cualidades. Aníbal tenía un dominio admirable sobre esa jauría nocturna. A lo sumo un par de empujones hacia el baño y las bestias volvían sumisas. Él venía con su delantal celeste, sus cincuenta y pico de años y su mirada petrificada detrás de unos ojos claros, y se ponía a tu disposición. Era un acto en el que sentías que una leve brisa de dignidad te acariciaba la cara. Y entonces ordenabas: otra cerveza. Una nube de humo. Gente con sus camperas puestas, encerrados en sus vasos. Afuera el día ya empezado y adentro una oscuridad absoluta. Algunos comían. Un día se armó una discusión entre dos tipos, dos reventados dignos de un leprosario. La discusión viraba acerca de “cuando” establecer las efemérides. Entonces recuerdo que uno de los dos se paró e increpándole con su dedo a una palma de distancia de su rostro le aclaró el asunto: “las efemérides se fijan el día de la muerte, porque al momento de nacer todavía no hay un hecho interesante, y para que vas a recordar a alguien que todavía no hizo nada interesante”. El personaje tenía unos veinte años menos de los que aparentaba, la barba larga y también el pelo, y una superficie marciana por piel de la cara. Dicho esto, recogió algunas pertenencias, escupió en el suelo y se fue por la puerta.
Recuerdo haber recobrado un diezmo de sobriedad cuando escuché esto, suficiente para alzarme de esa silla, salir por la misma puerta y esquivando el sol en su posición más vertical, irme a dormir como la persona menos interesante del universo.