domingo, 27 de septiembre de 2015

El lenguaje


El lenguaje, esa herramienta aprendida desde temprano en la vida de las personas que se va nutriendo de los diferentes ambientes en que se reproduce, ha ido a través de su historia desarrollando tintes desafortunados en la adjetivación de ciertos hábitos del ser humano.
Tal es el caso de aplicar el color negro a toda actividad de características dañinas, ilegales o presuntamente malignas. El mercado asume dicho color cuando se da en condiciones clandestinas, inclusive transgresiones del tipo monopólicas u oligopólicas, gozan de saludable transparencia y no son teñidas por el oscuro color. Con la magia pasa algo parecido, la magia negra, muchas veces prohibida, ha reunido a todo tipo de supercherías que terminan realizando “maleficios” o “daños” a los desafortunados receptores del “trabajo”. Los panoramas, el futuro, las aguas, el humo, las pestes, la historia, el trabajo, la mano, todo siempre será peor si es a la vez negro; negro como el lomo negro cortado por el azote del látigo, que también es negro.
Todos conocemos las trabas que se le ha otorgado a cuanta cosa que no escriba con la mano derecha. “Por izquierda” alude popularmente a transacciones, pactos o adquisiciones, cuyas circunstancias transcurren en limbos de ilegalidad. En la política la Izquierda asume su denominación por estar en los albores de su creación sus representantes sentados, a modo despectivo, a la izquierda de quienes presidían las asambleas. Una vez más se toma una característica física perteneciente a una minoría segregada, para dejar al descubierto una actividad despreciada por los dueños de la moral.
El sentido y la dirección por la que las personas transitan la senda también nos habla acerca de la aceptabilidad de su comportamiento. Un tipo que va derecho o que no se desvía, es alguien ampliamente aprobado y por ende, un ejemplo social; en cambio si se salen del camino, circulan a “contra mano” o “se cruzan”, la reprobación toma estado y la condena será inmediata. En los casos más extremos de infringir estos edictos viales, los tenemos a los homosexuales, que como es sabido, caminan para atrás.
El lenguaje esconde palabras que nos indican lo que está bien y lo que no, siempre bajo la lupa ortodoxa del conservadurismo.
Penetran nuestra inocencia, instruyen desigualdad, nos preparan para la guerra en plena minoría de edad.

lunes, 14 de septiembre de 2015

Alquimia


Transcurrían los primeros años de mi vida, la suma de ellos no acusaba los dos dígitos. Yo había descubierto la Alquimia y estaba fascinado. Eunuco de materiales, métodos y bibliografía, reuní lo que pude para alzar la investigación. Fue así que aprendí como aquellos pioneros de la química habían luchado con tanto ímpetu pero con nulo éxito, en la transmutación de los materiales: la concreción de la obtención de oro a partir de plomo, durante más de veinte siglos, había concluido con un contundente fracaso. Estos elementos, vecinos en la tabla periódica, me resultaban junto al mercurio particularmente atractivos. La escasez de oro en mi círculo familiar, la lejanía con el mercurio y el empleo del plomo para tanto artefacto doméstico por aquellos días, me volvió un eximio fundidor plúmbico en condiciones que no recomendaría imitar en sus propias casas. Fueron el plomo, el estaño, el cinc, el cobre y el aluminio, los materiales de este precoz orfebre para el diseño de cuanta inútil porquería. Un inconsciente, solamente superado por mis queridos padres, que obtenía de toda esta basura metálica espejados líquidos candentes y vapores malolientes, siendo mis jóvenes pulmones el lugar obligado de asilo para estos subproductos. Aleaciones de plomo y estaño, diluciones de cinc en ácido muriático, submarinos de carburo de hidrógeno, explosivos de permanganato de potasio, fluorescencias de sodio elemental. Deliraba con hacer flotar barcos de plomo en mares de mercurio o con la increíble densidad del oro, capaz de pesar un litro del dorado elemento, diecinueve kilos. Fueron los días de mi propia panacea universal.
Con el tiempo y los dos dígitos ampliamente inaugurados en mi capital etáreo, me tocó en una clase de física escuchar acerca de una trasmutación muy particular que sí se pudo concretar con éxito. Se partía de la base de un átomo lo suficientemente grande, que luego de ser interceptado por un neutrón, se dividía convirtiéndose en otros menores como kriptón, bario, xenón o estroncio, para finalmente concluir su circuito metamorfósico como plomo.
El elemento fisionado era el Uranio-235 y la bomba homónima que utilizó dicha reacción fue la que el Gobierno estadounidense arrojó, a modo de escarmiento, sobre la ciudad japonesa de Hiroshima el 6 de agosto de 1945.
En concordancia con aquel alquimista que supe ser, se la llamó "Little Boy", y es entonces cuando el cinismo se apodera completamente del relato.