Con La llegada de los primeros “veranitos de San Juan” las
especies arbóreas más sensibles a la duración del día comienzan con la
biología sexual de la floración. Almendros, ciruelos, aromos,
constituyen un sistema de alarma que nos indica que las temperaturas
comenzarán a subir paulatinamente. Falta aún para la primavera, pero la
traducción insoportable que ejecuta mi cabeza, empieza a fastidiarme con
la aparición de estos pintorescos detalles que nos regala la naturaleza.
Un efecto precisamente contrario al de la senescencia de las hojas
ocurrido durante el otoño. Detesto el verano y todo su esplendor. No es
una ocurrencia mía, es que cada ciclo estival que atraviesa mi aparato
corporal es más penosamente soportado que el ocurrido anteriormente. Soy
apátrida en estas cuestiones y no tengo inconveniente para sentirme
gentilicio de cualquier lugar del planeta que diste lo suficiente del
sol. Un residente de altas latitudes, de las regiones “achatadas” del
globo, donde las sombras se proyectan alargadas y el cielo es diáfano,
donde las comidas son calóricas y los golpes duelen más, y donde el
“lanugo” viste de calor a los animales salvajes. Un habitante invernal
posiblemente más solitario de multitudes pero más poblado de uno mismo,
donde los fenómenos de superficie se caigan al ritmo de las ideas y el
dios Mercado se cague bien de frío. Donde se pueda ser más asimétrico,
no tan lineal y menos geométrico, que en términos de equivalencia en
hábitos antrópicos significa ser políticamente incorrecto. Suplantar
lugares atestados de personas unipersonales, por otros poblados de
individuos donde nada, o casi nada, sea un hecho individual.
Mi Manifiesto en este mundo, mi Libro Rojo, mi Terreno Desfavorable, mi Playa Girón.
Porque la quiero como nadie.
Porque es mi Revolución.