lunes, 25 de marzo de 2019

Lejos

¿Qué es estar lejos? ¿Qué significa estarlo? En una primera aproximación me sugiere la idea de un esfuerzo considerable, por qué no agotador, de algún lugar a ser alcanzado. Llegada la adultez, “lejos” no constituye una distancia métrica entre dos puntos, sino un recorrido hacia atrás en la geografía mental de nuestros recuerdos. El recuerdo de la niñez en un adulto es, por excelencia, una epifanía de lo lejano. Es el trayecto que de algún modo ya no podremos realizar. “Lejos” es cada cumpleaños con el mismo cotillón una y otra vez en el garage de mi casa, el otoño que mi vieja volvió con el diagnóstico de la hepatitis y me metió sin peros en la cama, y “lejos” es la sed etílica intempestiva que en la vivienda de la calle 47 todo lo engullía y sin embargo todo seguía en pie. La lejanía no es estanca, de hecho se mueve hacia atrás, solo en algunas ocasiones logramos detenerla mediante una especie de acción y reacción, propulsada en un sentido por el paso del tiempo y en el otro por la atracción que ejercen los recuerdos, éste constituye el único modo de no sepultar nuestro pasado en el olvido. Algunas de esas noches en que me tomo la vida, logro por momentos conectar con algún episodio que creía olvidado. Son como puentes que me dejan en lugares que no recordaba desde hace treinta o cuarenta años y estaban ahí, esperando ser rescatados por escasos segundos. El proceso es demoledor y para nada saludable, quizás por eso, llegado el momento en que tomo la decisión de ir a descansar surge la pregunta inevitable: ¿Hasta dónde querés llegar?
Lo más lejos posible.

Sokol

En el verano de 1995 viajé con parte de mi familia a Mina Clavero, en Córdoba, a pasar unos días. Yo estaba recién llegado de La Plata, donde transcurría mi segundo año de estudiante en esa ciudad. Después de vivir dos años solo, sin la compañía de mi familia, el viaje me resultaba un embole. Como en otras etapas de mi vida, me pasé esos días tomando cerveza en cuanto puerto de anclaje divisase. El año anterior me había comprado el CD de Las Pelotas “Mascaras de Sal”, por lo que sumando al vinilo de “Corderos en la Noche”, que ya tenía, me hacía dueño de la discografía completa de la banda. Yo andaba con la cámara de fotos para todos lados, una cámara que me acompañó durante toda mi etapa universitaria dejando vastos registros de una época dorada. Un día estaba tirado en la playa de vaya a saber que río y vi que se acercaba un tipo con un parecido demasiado alto al Bocha Sokol. Traía puesto una remera estampada y de su cuello colgaban dos zapatillas blancas, caña alta, anudadas desde sus cordones. También llevaba a un chico subido a sus hombros que, estimo, sería su hijo. A su lado venía una mujer y uno o dos pibes más, no recuerdo con certeza. Entre mi duda y mi falta de valor para abordar al tipo se me pasaron los quince segundos de fama, y entonces el hombre pasó de largo frente a mí. Mi mirada periférica no pudo divisar que la que sí había visto mi cara, siguiendo cuadro a cuadro la escena, era la mujer que lo acompañaba, entonces, unos metros más adelante le dijo algo a su pareja y el tipo volteó y volvió. Se acercó hacia mí con esa sonrisa y mirada intimidante que tenía y me saludó con un abrazo. Ya no había dudas, era el Bocha. Solo recuerdo que me preguntó mi nombre, de donde venía y nada más. No sé qué le dije o si acaso le dije algo. Un verdadero papanatas de diecinueve años agravado, si es que se puede, por encontrarme con alguien que por esos días admiraba mucho. El intercambio de palabras más aburrido de su vida estaba teniendo lugar en plenas sierras cordobesas. Tras el papelón verbal que acababa de transcurrir, solo atiné a pedirle que se saque una foto conmigo. Entonces posamos, alguien accionó el diafragma fotográfico y ahí quedó plasmado el momento. Plasmado mas o menos, porque entre las cientos de fotos que guardo de aquellos años, esa foto desapareció. No se me ocurre que puede haber pasado pero no está, por lo que solo quedan algunos pixeles moribundos en mi cabeza, algo que por supuesto no está nada mal. Me acuerdo también, un par de años después, haber estado en un recital y ver los ojos del Bocha al momento de cantar “Movete”. Era un volcán de energía que se advertía en su mirada. Me gustaba creer que el tipo se acordaba del episodio de Mina Clavero. Exactamente catorce eneros después de habérmelo encontrado aquella tarde, un día como hoy, Alejandro Sokol fue encontrado muerto en una terminal de colectivos de algún punto del interior del país. Solo y con lo puesto, al mejor estilo de un antihéroe, el Bocha se fue de este mundo por causa de un corazón que ya no pudo seguirlo.
Siempre seguí comprando cada disco que la banda sacó hasta que Daffunchio logró desplazar a Alejandro y apartarlo completamente del grupo. En ese momento perdí el encanto por ellos y ya no pude seguirlos.
Un hecho claro de lealtad a ese pequeño gesto que, en enero de 1995, Alejandro Sokol tuvo conmigo.

Cocina Molecular


En una oportunidad, mientras participaba como alumno en una clase de Cocina Molecular, escuché al profesor decir que el legado de Ferran Adrià, había surgido como la necesidad de crear algo nuevo, porque la cocina clásica, por agotamiento de sus técnicas, se había quedado sin platos. La cocina que hasta ahí conocíamos, había combinado todos sus ingredientes y técnicas de modo que no podría surgir de ese sitio una nueva receta. Sintetizando: la gastronomía convencional, en materia de innovaciones, estaba bien muerta. Automáticamente se me apagó la luz y ya no pude prestar atención a ese mundillo de esferas de aceitunas y vodkas nitrogenados. Si bien me resistía a creer lo que acababa de oír, otra parte de mí colapsaba ante la posible veracidad de aquellas palabras. Y ya no pude sentirme en paz. Porque los finales traen el vacío que el huracán de la ansiedad deja en su paso y dan pie a que la rueda de la tristeza eche a rodar, al menos para sus más fervientes seguidores. Una rebelión separatista se apoderó de mí y fue la más nítida sensación de experimentar un país dividido dentro de mi propia cabeza.
Años después, mientras intentaba escribir y cada bollo terminaba en el basural de mi computadora, recordé las palabras de aquel cocinero y pensé ¿acaso se me han acabado las historias que contar? Entonces retomé aquella clase de cocina vanguardista y me dije que no era posible. Que no era posible que se hayan acabado las recetas como tampoco las historias. A la mierda con todo eso. Aquella escuela innovadora y su concepto irresponsable y equivocado, actuaron de modo inverso y pude entender que de cada ingrediente, como también de cada momento, pueden surgir infinidades de manjares y de relatos. El secreto yace en la respuesta de hasta qué punto estamos dispuestos a cambiar las cosas. Ese día comprendí que no sería capaz en mi vida de aplicar el método de mayéutica socrática tan a la perfección como lo hiciera ese obrero de fuegos y sabores con su afirmación tan filosa como disparatada.
No es casual que en ese ámbito de espaguetis deconstruidos haya podido reformular un concepto, apoderarme finalmente de aquella provincia en litigio y con una ironía contagiosa, casi bubónica, poder escribir un texto que -incluso- lleva su nombre.

Volver

¿Para qué se va alguien de su tierra? Luego de tanto paradero diseminado por las geografías de mi vida, a veces me hago esa pregunta. Es un modo de vivir en el que cada cambio de domicilio resulta un tanto traumático a los fines de lograr nuevas amistades, encontrar un sentido de pertenencia más o menos aceptable, sentirse menos ajeno y en definitiva, sentirse un poco más querido en este mundo. Es dejar atrás un montón de logros para embestir de lleno con una serie de desafíos que, por supuesto, muchas veces no terminan bien. El hecho de conocer muchísima gente y abrir la bendita cabeza ha de ser uno de los acontecimientos más deliciosos que trae esta reticencia a soltar anclas. La sensación experimentada en cada volantazo es comparable al veneno. Y no me refiero al poder mortuorio de de la ponzoña en sí, sino a su capacidad para invadir un cuerpo y lograr dominarlo. Eso es exactamente lo que siento cada vez que avanzo sobre el terreno en lo que constituye un nuevo salto al vacío. También puedo afirmar, con buen margen de seguridad, que después de tanto andar me siento a gusto en el lugar que he logrado adoptar como definitivo, algo difícil de replicar en un micronesio que ha pasado su vida bebiendo la misma leche de coco, en la misma playa. El nomadismo supone estar atado a recuerdos de un modo más preciso, más quirúrgico. Puedo llegar a conectar con relativa facilidad, lo que me encontraba haciendo en el verano de 1996 o en noviembre de 2005 y todo gracias a haberme encontrado en movimiento.
Hace un día que me encuentro en Blaquier, esa bestia conservadora, repleta de personajes asociados a mi infancia. Si bien mañana me voy, en un tiempo más estaré volviendo, no por ganas, sino por la necesidad de sentir nuevamente esos olores que me transportan a lo que alguna vez fui.
Porque para eso se va uno de su tierra.
Para poder volver.