¿Qué es estar lejos? ¿Qué significa estarlo? En una primera aproximación
me sugiere la idea de un esfuerzo considerable, por qué no agotador, de
algún lugar a ser alcanzado. Llegada la adultez, “lejos” no constituye
una distancia métrica entre dos puntos, sino un recorrido hacia atrás en
la geografía mental de nuestros recuerdos. El recuerdo de la niñez en
un adulto es, por excelencia, una epifanía de lo lejano. Es el trayecto
que de algún modo ya no podremos realizar.
“Lejos” es cada cumpleaños con el mismo cotillón una y otra vez en el
garage de mi casa, el otoño que mi vieja volvió con el diagnóstico de la
hepatitis y me metió sin peros en la cama, y “lejos” es la sed etílica
intempestiva que en la vivienda de la calle 47 todo lo engullía y sin
embargo todo seguía en pie. La lejanía no es estanca, de hecho se mueve
hacia atrás, solo en algunas ocasiones logramos detenerla mediante una
especie de acción y reacción, propulsada en un sentido por el paso del
tiempo y en el otro por la atracción que ejercen los recuerdos, éste
constituye el único modo de no sepultar nuestro pasado en el olvido.
Algunas de esas noches en que me tomo la vida, logro por momentos
conectar con algún episodio que creía olvidado. Son como puentes que me
dejan en lugares que no recordaba desde hace treinta o cuarenta años y
estaban ahí, esperando ser rescatados por escasos segundos. El proceso
es demoledor y para nada saludable, quizás por eso, llegado el momento
en que tomo la decisión de ir a descansar surge la pregunta inevitable:
¿Hasta dónde querés llegar?
Lo más lejos posible.
Descargas de ideas recargadas de ironía pero con la certeza de no poder no expresar la subjetividad propia de un tozudo convencido, tratando en vano de fracasar por completo en el mal llamado arte de decir diferente.
lunes, 25 de marzo de 2019
Sokol
En el verano de 1995 viajé con parte de mi familia a Mina Clavero, en
Córdoba, a pasar unos días. Yo estaba recién llegado de La Plata, donde
transcurría mi segundo año de estudiante en esa ciudad. Después de vivir
dos años solo, sin la compañía de mi familia, el viaje me resultaba un
embole. Como en otras etapas de mi vida, me pasé esos días tomando
cerveza en cuanto puerto de anclaje divisase. El año anterior me había
comprado el CD de Las Pelotas “Mascaras de Sal”, por lo que sumando al
vinilo de “Corderos en la Noche”, que ya tenía, me hacía dueño de la
discografía completa de la banda. Yo andaba con la cámara de fotos para
todos lados, una cámara que me acompañó durante toda mi etapa
universitaria dejando vastos registros de una época dorada. Un día
estaba tirado en la playa de vaya a saber que río y vi que se acercaba
un tipo con un parecido demasiado alto al Bocha Sokol. Traía puesto una
remera estampada y de su cuello colgaban dos zapatillas blancas, caña
alta, anudadas desde sus cordones. También llevaba a un chico subido a
sus hombros que, estimo, sería su hijo. A su lado venía una mujer y uno o
dos pibes más, no recuerdo con certeza. Entre mi duda y mi falta de
valor para abordar al tipo se me pasaron los quince segundos de fama, y
entonces el hombre pasó de largo frente a mí. Mi mirada periférica no
pudo divisar que la que sí había visto mi cara, siguiendo cuadro a
cuadro la escena, era la mujer que lo acompañaba, entonces, unos metros
más adelante le dijo algo a su pareja y el tipo volteó y volvió. Se
acercó hacia mí con esa sonrisa y mirada intimidante que tenía y me
saludó con un abrazo. Ya no había dudas, era el Bocha. Solo recuerdo que
me preguntó mi nombre, de donde venía y nada más. No sé qué le dije o
si acaso le dije algo. Un verdadero papanatas de diecinueve años
agravado, si es que se puede, por encontrarme con alguien que por esos
días admiraba mucho. El intercambio de palabras más aburrido de su vida
estaba teniendo lugar en plenas sierras cordobesas. Tras el papelón
verbal que acababa de transcurrir, solo atiné a pedirle que se saque una
foto conmigo. Entonces posamos, alguien accionó el diafragma
fotográfico y ahí quedó plasmado el momento. Plasmado mas o menos,
porque entre las cientos de fotos que guardo de aquellos años, esa foto
desapareció. No se me ocurre que puede haber pasado pero no está, por lo
que solo quedan algunos pixeles moribundos en mi cabeza, algo que por
supuesto no está nada mal. Me acuerdo también, un par de años después,
haber estado en un recital y ver los ojos del Bocha al momento de cantar
“Movete”. Era un volcán de energía que se advertía en su mirada. Me
gustaba creer que el tipo se acordaba del episodio de Mina Clavero.
Exactamente catorce eneros después de habérmelo encontrado aquella
tarde, un día como hoy, Alejandro Sokol fue encontrado muerto en una
terminal de colectivos de algún punto del interior del país. Solo y con
lo puesto, al mejor estilo de un antihéroe, el Bocha se fue de este
mundo por causa de un corazón que ya no pudo seguirlo.
Siempre seguí comprando cada disco que la banda sacó hasta que Daffunchio logró desplazar a Alejandro y apartarlo completamente del grupo. En ese momento perdí el encanto por ellos y ya no pude seguirlos.
Un hecho claro de lealtad a ese pequeño gesto que, en enero de 1995, Alejandro Sokol tuvo conmigo.
Siempre seguí comprando cada disco que la banda sacó hasta que Daffunchio logró desplazar a Alejandro y apartarlo completamente del grupo. En ese momento perdí el encanto por ellos y ya no pude seguirlos.
Un hecho claro de lealtad a ese pequeño gesto que, en enero de 1995, Alejandro Sokol tuvo conmigo.
Cocina Molecular
En una
oportunidad, mientras participaba como alumno en una clase de Cocina Molecular,
escuché al profesor decir que el legado de Ferran Adrià, había surgido como la
necesidad de crear algo nuevo, porque la cocina clásica, por agotamiento de sus
técnicas, se había quedado sin platos. La cocina que hasta ahí conocíamos,
había combinado todos sus ingredientes y técnicas de modo que no podría surgir
de ese sitio una nueva receta. Sintetizando: la gastronomía convencional, en
materia de innovaciones, estaba bien muerta. Automáticamente se me apagó la luz
y ya no pude prestar atención a ese mundillo de esferas de aceitunas y vodkas
nitrogenados. Si bien me resistía a creer lo que acababa de oír, otra parte de
mí colapsaba ante la posible veracidad de aquellas palabras. Y ya no pude
sentirme en paz. Porque los finales traen el vacío que el huracán de la
ansiedad deja en su paso y dan pie a que la rueda de la tristeza eche a rodar,
al menos para sus más fervientes seguidores. Una rebelión separatista se
apoderó de mí y fue la más nítida sensación de experimentar un país dividido
dentro de mi propia cabeza.
Años
después, mientras intentaba escribir y cada bollo terminaba en el basural de mi
computadora, recordé las palabras de aquel cocinero y pensé ¿acaso se me han acabado
las historias que contar? Entonces retomé aquella clase de cocina vanguardista
y me dije que no era posible. Que no era posible que se hayan acabado las
recetas como tampoco las historias. A la mierda con todo eso. Aquella escuela
innovadora y su concepto irresponsable y equivocado, actuaron de modo inverso y
pude entender que de cada ingrediente, como también de cada momento, pueden
surgir infinidades de manjares y de relatos. El secreto yace en la respuesta de
hasta qué punto estamos dispuestos a cambiar las cosas. Ese día comprendí que
no sería capaz en mi vida de aplicar el método de mayéutica socrática tan a la
perfección como lo hiciera ese obrero de fuegos y sabores con su afirmación tan
filosa como disparatada.
No es casual
que en ese ámbito de espaguetis deconstruidos haya podido reformular un
concepto, apoderarme finalmente de aquella provincia en litigio y con una
ironía contagiosa, casi bubónica, poder escribir un texto que -incluso- lleva
su nombre.
Volver
¿Para qué se va alguien de su tierra? Luego de tanto paradero diseminado por las geografías de mi vida, a veces me hago esa pregunta. Es un modo de vivir en el que cada cambio de domicilio resulta un tanto traumático a los fines de lograr nuevas amistades, encontrar un sentido de pertenencia más o menos aceptable, sentirse menos ajeno y en definitiva, sentirse un poco más querido en este mundo. Es dejar atrás un montón de logros para embestir de lleno con una serie de desafíos que, por supuesto, muchas veces no terminan bien. El hecho de conocer muchísima gente y abrir la bendita cabeza ha de ser uno de los acontecimientos más deliciosos que trae esta reticencia a soltar anclas. La sensación experimentada en cada volantazo es comparable al veneno. Y no me refiero al poder mortuorio de de la ponzoña en sí, sino a su capacidad para invadir un cuerpo y lograr dominarlo. Eso es exactamente lo que siento cada vez que avanzo sobre el terreno en lo que constituye un nuevo salto al vacío. También puedo afirmar, con buen margen de seguridad, que después de tanto andar me siento a gusto en el lugar que he logrado adoptar como definitivo, algo difícil de replicar en un micronesio que ha pasado su vida bebiendo la misma leche de coco, en la misma playa. El nomadismo supone estar atado a recuerdos de un modo más preciso, más quirúrgico. Puedo llegar a conectar con relativa facilidad, lo que me encontraba haciendo en el verano de 1996 o en noviembre de 2005 y todo gracias a haberme encontrado en movimiento.
Hace un día que me encuentro en Blaquier, esa bestia conservadora, repleta de personajes asociados a mi infancia. Si bien mañana me voy, en un tiempo más estaré volviendo, no por ganas, sino por la necesidad de sentir nuevamente esos olores que me transportan a lo que alguna vez fui.
Porque para eso se va uno de su tierra.
Para poder volver.
Hace un día que me encuentro en Blaquier, esa bestia conservadora, repleta de personajes asociados a mi infancia. Si bien mañana me voy, en un tiempo más estaré volviendo, no por ganas, sino por la necesidad de sentir nuevamente esos olores que me transportan a lo que alguna vez fui.
Porque para eso se va uno de su tierra.
Para poder volver.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)