En una
oportunidad, mientras participaba como alumno en una clase de Cocina Molecular,
escuché al profesor decir que el legado de Ferran Adrià, había surgido como la
necesidad de crear algo nuevo, porque la cocina clásica, por agotamiento de sus
técnicas, se había quedado sin platos. La cocina que hasta ahí conocíamos,
había combinado todos sus ingredientes y técnicas de modo que no podría surgir
de ese sitio una nueva receta. Sintetizando: la gastronomía convencional, en
materia de innovaciones, estaba bien muerta. Automáticamente se me apagó la luz
y ya no pude prestar atención a ese mundillo de esferas de aceitunas y vodkas
nitrogenados. Si bien me resistía a creer lo que acababa de oír, otra parte de
mí colapsaba ante la posible veracidad de aquellas palabras. Y ya no pude
sentirme en paz. Porque los finales traen el vacío que el huracán de la
ansiedad deja en su paso y dan pie a que la rueda de la tristeza eche a rodar,
al menos para sus más fervientes seguidores. Una rebelión separatista se
apoderó de mí y fue la más nítida sensación de experimentar un país dividido
dentro de mi propia cabeza.
Años
después, mientras intentaba escribir y cada bollo terminaba en el basural de mi
computadora, recordé las palabras de aquel cocinero y pensé ¿acaso se me han acabado
las historias que contar? Entonces retomé aquella clase de cocina vanguardista
y me dije que no era posible. Que no era posible que se hayan acabado las
recetas como tampoco las historias. A la mierda con todo eso. Aquella escuela
innovadora y su concepto irresponsable y equivocado, actuaron de modo inverso y
pude entender que de cada ingrediente, como también de cada momento, pueden
surgir infinidades de manjares y de relatos. El secreto yace en la respuesta de
hasta qué punto estamos dispuestos a cambiar las cosas. Ese día comprendí que
no sería capaz en mi vida de aplicar el método de mayéutica socrática tan a la
perfección como lo hiciera ese obrero de fuegos y sabores con su afirmación tan
filosa como disparatada.
No es casual
que en ese ámbito de espaguetis deconstruidos haya podido reformular un
concepto, apoderarme finalmente de aquella provincia en litigio y con una
ironía contagiosa, casi bubónica, poder escribir un texto que -incluso- lleva
su nombre.
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