domingo, 23 de septiembre de 2018

Palabras

Durante un tiempo, el comprendido entre mi infancia esplendorosa y la implosión de la misma contra el muro de los comienzos de la adolescencia, nos íbamos de vacaciones siempre al mismo lugar. El destino: la casa de mis abuelos maternos en un campo de La Pampa. Nada nuevo, un ejemplar ordinario, estándar y corriente, de quien ha pertenecido a la célebre clase media argentina. No me sonroja decir que yo amaba ese ritual que cada año se presentaba y que ni siquiera la fuerza incontenible de los vientos era capaz de suspender. Por la noche anterior al viaje, la ansiedad me devoraba la carne, así que no tenía más que jugar hasta el agotamiento extremo. De este modo, ya entrada la noche, me dirigía a mi cama sabiendo que unos pocos minutos con los ojos cerrados serían suficientes para dormirme y despertar en las propias fauces de semejante acontecimiento. A las cinco o seis de la mañana mi vieja se acercaba a mi cama y con la frase de mayor solemnidad que le recuerdo, soltaba la dulzura de sus palabras en mi oído diciendo: “ya es la hora, hijo”. En menos de un segundo ya me encontraba yo sentado en la cama, ahora como dueño absoluto de todo lo que había estado esperando. Y entonces, antes que amanezca, salíamos de viaje. El hecho de partir por la noche, en un pueblo en el que se vive de día, le imprimía una cuota de excepcionalidad, que a esas horas de la madrugada -y de la vida- representaba una experiencia deliciosa. Un viaje de cuatro horas en un Falcon de asientos rígidos, a total merced del clima reinante, con dos compañeros de celda y cuatro hijos insoportables como pasajeros. Un auto duro, incómodo, que a la sazón cumplía con las exigencias de albergar muchos individuos, característica que le hizo valer la denominación de “multipropósito” por esos días tan agitados en nuestro país. Recuerdo las manijas cromadas para abrir las puertas interiormente e imagino un objeto con el que claramente viviría una experiencia traumática en cualquier aeropuerto de la actualidad. Luego de una epopeya interminable, que comprendía dormir, comer, llorar y preguntar cien veces “cuánto falta”, cruzábamos la entrada del campo en el que vivían mis abuelos y llegábamos a destino. Yo salía expulsado de ese auto y no existía el modo en que consiguieran detenerme. Cuando el almanaque ayudaba, nuestra presencia coincidía con la de mis primos y entonces nada podía ser mejor. Si alguna vez tuviera que describir una situación de felicidad plena en mi vida, es posible que elija ese momento y no creo que esté siendo injusto con otras oportunidades.
Dentro de las prioridades que disfruto cada día, una es no tener que madrugar nunca. Jamás. Lo detesto. Solo en algunas ocasiones, también en vísperas de un viaje, pongo el reloj -muy a mi pesar- bien temprano como en aquellas oportunidades. Y mientras me incorporo, todavía muy dormido, pienso en las palabras de mi vieja, las que en un ratito más se las estaré pronunciando a Vicente.
Porque las palabras viajan en el vehículo de la voz.
Y del mismo modo que llegaron, deberemos dejarlas ir.

jueves, 16 de agosto de 2018

Hilo

Si el proceso de un debido luto tiene como función dar fin a una etapa para poder desprenderse de algo y enterrar un ciclo, el hecho de no haberme despedido de la ciudad de La Plata como corresponde, es sin dudas una pequeña hemorragia en mi álbum de citas pendientes. ¿Cómo no pude darme cuenta? Un cierre digno de ser, lo hubiera sido despidiéndome del kiosquero que nos aguantaba la cerveza, de los vecinos que nos trataban bien o de las cajeras del super que nos vendían el atún. Yendo casa por casa, contemplando los sitios de la ciudad que nos resultaron emblemáticos y adjuntando a la memoria visual una última dosis de olores y ruidos característicos de esa gran urbe. O ya sea, probando por última vez algún plato cargado de ajíes picantes frente a la Catedral y entregado a los brazos húmedos de ese calor tan insoportable y típico de ese sitio. Planificando además una breve reunión con los amigos, con el objetivo de cauterizar el desmembramiento de la vida como estudiante. Ese hubiera sido el modo con que se le dice adiós al cementerio de inocencias pueblerinas que constituye esa metrópolis universitaria. Pero no fue así, sin darme cuenta, di vuelta la tapa dura del diario de esos días y para mayor pesar de mi vacío, no recuerdo la última vez que visité el lugar. Cerré la puerta sin percibirlo y me condené a mascar la tristeza del alcohólico sobrio. Soy portador sano de esa tristeza que a menudo aflora, pero que también adopta la forma de hilo conductor con ese pasado lejano. Y entonces caigo en la cuenta que padezco las mismas penas y alegrías de antaño. Las mismas con las que sería difícil vivir en su ausencia. Todo debido, probablemente, a la inexistencia de un corte limpio y estéril con aquellos días. Un corte que ineludiblemente me hubiera obligado a pasar por una etapa de crisálida, para cambiar unas sensaciones por otras. Hoy veo la importancia de que cada esclusa deje la suficiente luz, para dar paso al ovillo que une los sucesivos compartimentos. Entonces un día de estos que nos tienen tan acostumbrados y queramos por un instante desaparecer, podamos darnos el lujo de jugar con los recuerdos, con la locura o con la nostalgia.
Y entonces ese buen día, no tendremos más que tirar del hilo.

sábado, 30 de junio de 2018

Trampas

No sé en qué momento sucedió. Pero estoy seguro de ser un contemporáneo a los tiempos en que empezamos a vivir con un completo desprecio el despojo a los elementos que nos rodean. A aceptar con total liviandad que los objetos se conviertan en basura a pocas horas de haberlos adquirido. Quienes definen la obsolescencia, que no son otra cosa que los diseñadores prostituidos por la industria actual, han ido ajustando y reajustando el registro. Siempre para menos, nunca para más. Durante la pieza de museo que constituye mi infancia, aprendí a querer cada artefacto que había en mi casa a tal punto que los guardo intactos en algún lugar de mi memoria. Artefactos que no se descartaban hasta no recibir el diagnóstico fatal, fundado y verosímil del técnico de cabecera. Durante diez años mi vieja, luego de bañarnos, nos secaba el pelo utilizando un secador eléctrico de mano. Una epopeya del diseño. Celeste azulejo, bordes redondeados, mango ergonómico, dos funciones: frío y calor, determinadas por dos interruptores, el negro y el rojo. Cuando se encendía en el modo caliente la resistencia que se alojaba en el trayecto final del aire se ponía incandescente y entonces la magia surtía todo su efecto. Las tazas de plástico en las que tomé todos los cafés con leche de mi vida no superan el número de cuatro. Eran perfectas, lisas por dentro y con una rugosidad externa muy leve, debido a un punteado casi micronésimo, destinado a evitar accidentes en el caso de optar por no tomarlas de sus asas. El material además era indestructible, siempre considerando los golpes que una taza puede recibir en las condiciones de un recinto doméstico. El hecho de no conducir el calor del líquido que alojaba, era una propiedad muy valorada a la hora de confiarle los labios. La tabla de madera en la que los vegetales eran llevados al tamaño adecuado para su preparación, fue sin dudas el miembro más longevo del árbol del cual provino. Ancha, pesada, de un marrón muy oscuro, esquinas suaves y bordes torneados y con un orificio en un extremo para que penda de un clavo. Me recordaba a una lápida de cementerio. Toda la fuente de vitaminas y antioxidantes de mi infancia pasó por esa tabla, y creanme que no exagero. El mate se tomaba con pava, pero para ocasiones especiales, como irnos de viaje, había un termo. Gigante. Una réplica 1:10 de un torpedo militar. Con alma de vidrio doble y vacío en su interior, para minimizar los intercambios de temperatura, y un acabado externo de chapa que llevaba el estampado de unas flores bastante patéticas. En la parte superior poseía un gran botón circular plástico que se presionaba para lograr, mediante un mecanismo de sifón, verter el agua caliente. Entre los materiales que lo componían -vidrio, chapa y plástico- la chapa fue la que le determinó el largo de su vida, empezando su declive con una leve corrosión en la parte inferior hasta oxidarse por completo y volverlo un artefacto realmente peligroso. Aunque quizás no tanto como su réplica diez veces más grande. No hace mucho tiempo que pude ver el cepillo con el que mi cabellera y la de mis hermanos era ordenada cada día. Plástico, color celeste, con fibras blancas y negras de un polímero flexible. Veníamos del peine convencional y en el apuro de peinarnos a todos por la mañana, íbamos saliendo del baño con los ojos lagrimosos de tanto aguantar los agravios a nuestros folículos capilares. No está demás aclarar que luego de unos días el peine alojaba tantos pelos como un mamífero pequeño. Definitivamente ese cepillo vino a facilitarnos las cosas, además de mostrarnos en una etapa muy temprana de la vida el concepto de la dignidad.
Todos estos elementos constituyen un nexo ineludible con el pasado y no sé de qué otro modo lo hubiera resuelto, de no ser por el largo de la vida que los caracterizaba. Cada vez que vuelvo a ese lugar despliego una búsqueda desesperada por encontrarme con algo de todo eso. Casi no queda nada. La casa ha sido vandalizada por quien les habla y algunos de los que la habitamos por aquellos días hemos sufrido un deterioro tan importante que ya no parecemos ser los mismos. Puedo asegurar que es un mecanismo con el que busco -al encontrarme con algún sobreviviente de esa época- convertirme nuevamente en la persona que fui cuando chico.
Seguramente pueda el tiempo continuar su curso implacable y sufrir nosotros la crueldad de dicho curso, lo cierto es que cada vez que logro dar con algún objeto que me une al pasado, logro también por un milisegundo viajar hasta ese sitio.
Porque podrá el tiempo regirse por estrictas e infranqueables leyes universales.
Pero también yo podré tener mis trampas.

Sacrificio

Si definimos un “sacrificio” como algo en lo que invertimos mucha energía para dar con su realización, haber estudiado y conseguido el título de Ingeniero Agrónomo fue sin dudas, para mí, un sacrificio muy grande. No intento explayarme en este capítulo con temas referidos a las penurias alimenticias o las extensas huelgas sexuales a la que, a menudo, nos veíamos sometidos, sino solamente al camino cuesta arriba que significó para mí estudiar esa carrera. Hay veces que la falta por completo de control sobre lo que estás haciendo, por quien comanda la solvencia económica de tu vida como estudiante, surte un efecto implacable. Quiero decir, la inexistencia de auditorías por parte de mi vieja, dueña absoluta de la iniciativa para que pueda estudiar, resultó en una presión tan alta que simplemente no me atreví a fallarle. Nunca hasta ese momento había podido percibir de un modo tan abrupto el fin de una etapa y el comienzo de otra. La Universidad es, en lo concerniente al esfuerzo intelectual, algo que impactó frontalmente en mi vida. Para alguien que se debatía entre la superficialidad y la idiotez, como instantáneas de un único paisaje, toparse con la mecánica de fluidos, el reino procariota o las integrales de Barrow, significó un cambio profundo y trascendental. Recuerdo en primer año acudir a los teóricos de Física y mientras el profesor daba su clase, con un guardapolvo blanco y un micrófono colgado al cuello, pensar: ¿habrá alguien que entienda algo de todo esto? Yo no sé en qué momento me fui adaptando y convirtiendo en un universitario más, pero lentamente, y a mis espaldas, la metamorfosis se fue produciendo. En el segundo año por cuestiones ajenas a mi intención, me fui a vivir solo. Fue en ese momento en que me di cuenta que lo complicado se puede complicar aún más, cuando no tenes a nadie cerca. Desaprobar un parcial era motivo suficiente para caer en un pozo. Me despertaba en medio de la noche y me tenía que levantar. Sin televisor ni teléfono e inmerso en la más absoluta soledad, recuerdo que aliviaba mi ansiedad escribiendo cartas. A mis amigos, a mi vieja. Al día siguiente las cosas mejoraban, pero ese año determiné que no volvería a vivir solo nunca más. De ahí en más siempre viví con una familia estudiantil, conformada entre cuatro y seis personas. Todavía recuerdo el padecimiento que me causaba atravesar cada domingo. Un domingo típico comenzaba desayunándome una resaca espantosa, armonizada con el ruido de motores de autos de carrera que mis compañeros de vivienda se deleitaban escuchando. Estaban dos horas mirando una carrera de autos. Luego cambiaban de deporte: fútbol. Eran cinco o seis horas mirando tribunas de estadios que competían conformados por ligas enumeradas con la mitad del alfabeto. No bebían, no comían, solo alentaban, fumaban y se devoraban las uñas que se habían devorado exactamente un domingo atrás. Y cuando parecía que habían tenido suficiente, llegaba la noche y lo miraban por TV, ahora libre de codificaciones. Pasada la media noche abandonaban el recinto común y se dirigían a descansar. Unos sujetos raros. Y ahí quedaba yo. Hoy me permito pensar que todo ese padecimiento dominguero era causa de una soledad de la que por ese día no lograba escapar. Una soledad que se filtraba en la carne y pinchaba en el hueso. Por momentos, ya en medio de la carrera, me detenía a pensar y trataba de proyectar todo lo que tenía por delante. Todo lo que tendría que dejar de lado para derribar esos gigantescos obstáculos que significaban algunas materias. El panorama nunca era optimista. Una vez opté por dejar una materia para el año siguiente. Solo una vez. Economía en cuarto año. Sin embargo, la imagen recurrente que en sueños me visita un par de veces al mes, se aparece en forma de un estudiante abandónico de responsabilidades, que sumergido en los excesos pierde una y otra vez, materia tras materia. Esto último es insoportable. La especialización que mis sueños han experimentado es motivo de estudio. Debido a la frecuencia con la que ocurren y al prolongado tiempo que vienen sucediendo, es que en medio de la pesadilla sospecho que puedo estar soñando. Por lo que me despierto, dentro de ese sueño, y confirmo que la carrera está acabada. Esta vez no estoy soñando -me digo dormido- y entonces todo es un desastre. Es cuando despierto -ahora por segunda vez- también dormido y estrangulo la almohada que adopta la forma de angustia. El proceso sigue ocurriendo de forma ininterrumpida hasta que la hinchazón de mi vejiga, la falta de agua en mi boca o el codo de mi hijo, hacen que fehacientemente pueda volver por estos pagos. Entonces recuerdo el día que hice la llamada número treinta y cuatro, coincidente con la última materia para decirle a mi vieja que se había terminado.
Ese recuerdo constituye el salvoconducto que me une indiscutiblemente con la realidad.
Una realidad que tampoco invita demasiado a permanecer en ella.
Pero para felicidad de mi vieja estoy recibido.

Disfraz

Hubo un tiempo en que me permití ser otro. Fue algo así como un juego. Resulta que yo había empezado a salir con quien hoy es mi compañera y se había abierto una puerta por la que entró a mi vida muchísima gente nueva. Gente que no conocía en ese momento, muchos de los cuales hoy integran mi prolongada lista de amigos. Entonces, de repente, cuando estábamos en medio de una conversación yo les decía: estoy por publicar un libro de poesía. Era hermoso. Se les desfiguraba el rostro, y por lo menos por un rato centraban su atención en mí. Lo cierto es que no muchas personas tienen la capacidad económica de publicar un libro y menos aún, la valentía de volcar al papel toda esa porquería que en algún momento creen que es genial. Es entonces cuando me calzaba mi disfraz y los dejaba venir de a uno. Explicaba el proceso de inspiración, el camino editorial, los mitos de escribir alcoholizado, etc. Les hablaba desde un lugar que, con seguridad, yo no pertenecía. Detrás de la careta de un intelectual, respondía sus preguntas y me causaba muchísimo placer. Un perfecto voyerista que encontraba en la luz de esa cerradura un tónico para su ego. Y como todo ego, era un ego tonto, idiota, bobo, incapaz de percibir una ironía o de despejar una metáfora. Un ego insostenible en el tiempo, un ego con las horas contadas. Y les hablaba como escribía, creyendo que todo lo complejo y complicado era sinónimo de una literatura de calidad. Por suerte con el tiempo entendí que ese no era, necesariamente, el camino para escribir bien y pude estrellar a ese escritor disfrazado, a toda velocidad contra un árbol. Fue entonces que empecé a escribir con más sencillez, más fluido. Fluido como lo es la sangre y lo es el agua. Comprendí que lo bueno puede provenir de lo simple, que se puede llevar adelante algo grande con una inversión mínima. Y hasta me convertiría en una especie de escritor ecologista, reciclando palabras ordinarias pero ordenándolas de un modo que pueda apreciarse en ellas una cierta carga poética. Cuando por la tarde me dirigía a mi trabajo y empezó a llover la idea de este texto me puse un poco ansioso por no tener a mano un lugar donde escribirlo. Haber llevado una libreta para poder volcar los disparadores hubiera estado bien, porque indefectiblemente después de un tiempo algunos perduran, pero otros se pierden. Al momento de escribir esto, escucho en mi cabeza el percutor de la voz de Casciari y automáticamente estropeo de muerte todos mis intentos de originalidad. La verdad es que hubiera deseado parecerme a Auster o a Oé.
Pero me estaría metiendo nuevamente dentro de aquel disfraz.

Estudiar en los noventa

Si de algo me siento un protagonista en esta vida es de haber sido estudiante en los noventa. No creo que haya algún momento más merecedor que ese, al menos con esa intensidad. Una década espantosa, donde el maquillaje de la hipocresía le ganó a la dignidad de las masas. Una década de reformas que solo tenían un objetivo: desmantelar el aparato Estatal para pagar favores a los acreedores ricos. Sacar, apretar, achicar, ajustar. Y de nuevo a empezar. El presupuesto educativo se vaciaba para mandar soldados a Chipre, al Golfo Pérsico o donde ordenaba el amante sodomita del norte. Y ahí estábamos nosotros, estudiando. Una sociedad que se debatía entre los que se resistían a que les quiten todo y los que se jactaban de ser políticamente correctos. No es casual que haya sido la década distintiva del florecimiento de la cocaína. Una droga falsa, careta, insostenible, que después de algunos coqueteos te dejaba pegado y quedabas cocainómano para toda la vida. Podríamos haber estado pintando cuadros de caballos o trenzando collares de macramé, pero no, estábamos estudiando. Estudiar en los noventa fue un desafío, fue tocarle el culo a los dioses. Fue hacer lo que se debía en esa mierda de condiciones, fue estar en el ojo del huracán, fue ser un piquetero en el corazón de Cutral Co. Fuimos el lado "B" de los que nos decían que estaba todo bien, mientras sonaba la canción de un rosario de ministros que solo recortaban y después lloraban como cocodrilos fingiendo humanidad, frente a una Norma Pla cancerosa y desdentada. Era difícil ir a cursar y en el camino cruzarte con esa interminable fila de vergüenza y desazón que se agolpaba frente al consulado de Italia de la calle 48, y en todo ese aquelarre no imaginar que ese era uno de nuestros destinos posibles. Estudiar en los noventa también fue unirnos para reducir la indefensión, metiéndonos bajo un mismo techo a vivir, juntándonos para comer arroz con atún tailandés y colándonos en las recibidas para emborracharnos como cosacos. Y cuando volvíamos de madrugada en esas interminables procesiones rindiendo culto al celibato, nos interceptaba la policía y nos metía presos. Una serie de vejámenes que comenzaban en el calabozo de la mano de los policías y terminaba cuando nos trasladaban para que nos desnudemos frente al medico que constataba que no nos habían molido a palos. Y tomábamos partido, por la izquierda por supuesto, en todo su abanico de expresiones: la indumentaria, los libros, la música, las peñas, los amigos, las fiestas, el cine, las comidas, todo. Siempre era todo. Reclutar socialismo en una economía caótica es una tarea bastante sencilla, aunque la ideología de sus miembros es un tanto perecedera. Toda una barbarie de sucesos en el escenario de una ciudad de La Plata que amé muchísimo y en la que no dejé diagonal sin recorrer. Un sitio en particular que constituye un punto emblemático en el mapa de mi nostalgia, injertado en un paisaje en el que todo se caía a pedazos. Dimos mucho por ser una versión mejorada de nuestros padres, en el aspecto de sensibilizarnos por los demás. No siempre salió bien. Supongo que hay que ser un gran hijo y una mejor persona para lograr semejante empresa y más allá de haberlo logrado –o no- la consigna fue planteada. Lo que importa es que así lo entendimos cuando no había que entenderlo.
Y eso también fue estudiar en los noventa.

Bastilla

Hace ya varios años, cuando recién habían transcurrido unos meses en mi flamante paradero como patagónico, llegué sin querer a un establecimiento que producía tomates, situado a la vera de la ruta que conecta la ciudad de Plottier con Senillosa. Quedaba a mitad de camino de donde, a duras penas, me desempeñaba como Ingeniero Agrónomo. Así que me detuve por un rato. Eran unos productores que se habían asociado, algunos jóvenes y otros ya no, e intentaban producir rompiendo con el molde establecido a base de agrotóxicos de síntesis. Trabajaban la tierra, plantaban, cosechaban y todo lo concerniente a lo que el cultivo demandara, con sus propias manos. Se movían bajo un sombrero de paja y camisas de grafa desprendidas, para de algún modo lograr una tregua con ese averno agrícola que significa trabajar en verano bajo el cielo de plástico de los invernaderos. Los cuerpos mojados, expuestos a más de cincuenta grados centígrados, evaporan el agua de la transpiración y en ese pasaje del líquido al gaseoso, por un efecto singular de la física, la superficie corporal logra bajar su temperatura. La cuestión es que el país había explotado por el aire dos años atrás y estábamos como atontados, de modo que cualquier manera de poder levantar la cabeza era motivo de atención. Y estos tipos, con un buen esquema de organización, unas tierras que pudieron conseguir y unos tomates increíbles, llamaron la atención de toda la zona, incluido el canal de televisión regional. Recuerdo haber visto al notero preguntarle a uno de los trabajadores, a uno de los más viejos del plantel, qué es lo que a él más le interesaba de todo el trabajo que estaban realizando. Lo escueto y veloz de la respuesta me hizo sospechar que el viejo había estado esperando toda su vida por esa pregunta: dejar algo a los que vengan detrás, dijo. Y se terminó la entrevista. Yo que estaba rascando la olla en cuestiones de hacer patria en mi dignidad, casi me caigo sentado. Cargaba por esos días, veintiocho años y llevaba en mi mochila un libro de Galeano y el "Nunca más", para leer durante las interminables tres horas que duraba el receso del mediodía. Ese día no pude leer nada y durante esas tres horas, traté de elaborar una respuesta más compleja y a la altura de la que había escuchado, pero en una situación donde el entrevistado fuera yo. No pude. En la simpleza de esas palabras se resumía todo el anhelo que mi joven cabeza quería escuchar.
Esa tarde tomé los libros y los cargué en la mochila, tomé la bicicleta y me fui a mi casa, tomé muchísimas cervezas y me deleité pensando.
Y esa noche tomé mi propia Bastilla.

sábado, 19 de mayo de 2018

Eucalyptus

En el invierno del 2000 tuve la necesidad de escaparme un poco del estudio. Tenía esa libertad debido a que había terminado de cursar Agronomía. Quizás cansado de la falta de plata o de la rutina del culo en la silla, o simplemente salir a lavar un poco las culpas, no sé bien. Buscaba cualquier excusa para cortar por un mes con los estudios, un trabajo, un viaje, una experiencia diferente. Y entonces la excusa adoptó la forma de un trabajo de sol a sol en unos campos cercanos a La Plata, en el partido bonaerense de Magdalena. Una cuadrilla formada por tipos curtidos, algunos buscados y otros encontrados con salidas transitorias, y por supuesto, un inadaptado a los trabajos duros como yo. Veinte hectáreas de suelo arado para ser plantadas con Eucalyptus. El procedimiento era sencillo: tirábamos un cable de acero de unos cien metros, el cual tenía marcada la distancia de plantación y avanzábamos desde los extremos con una pala y un manojo de veinte kilos de plantines hasta encontrarnos en el centro. Si por alguna razón me retrasaba y el colega que venía en la misma línea que yo avanzaba más de la mitad de la distancia del cable, entonces llegaba el reclamo: "yo no me vine hasta acá para llenar tu billetera" me decía. Un reclamo rudo, de tíos que no saben de buenos modales porque nunca nadie se tomó el tiempo de enseñárselos. Y en esta vida va lo que nos viene. Tipos sumamente duros, con un discurso básico y unas ambiciones a futuro que no superaban lo que la profundidad de un bolsillo promedio. Un "agujero de gusano" sin escala a las cuevas de Altamira en el minuto cero del siglo que acabábamos de inaugurar. Esbozar el más simple tecnicismo, como calcular una escuadra en la esquina de una parcela, podía considerarse como un insolente alarde de erudición y motivo suficiente para desatar un proceso inflamable de mucho lamentar. Cuando el sol se escondía caminábamos hasta la casilla donde alguien se encargaba de preparar la cena y el resto dábamos comienzo a una frenética carrera por tomar todo el vino que nos habían provisto. Sentados en troncos al costado de un fuego destinábamos tres o cuatro horas rendidos al ritual del tabaco y el alcohol a modo de recompensa, tras otra jornada de trabajo extenuante. Al cabo de un par días las asperezas se limaban y haciendo uso y abuso del respeto la cosa se encaminaba. Una réplica económica de la División Internacional del Trabajo que facilitaba las cosas y hacía posible la convivencia de esa fauna tan exótica entre sí. Unos juntaban la leña, otros ordenaban, otros lavaban. Dormíamos vestidos tapados con frazadas para contrarrestar el clima helado. En todos los días que duraba la odisea –siete a diez- no nos quitábamos nunca nuestra ropa, así nos acostábamos y así nos íbamos a trabajar ni bien amanecía. Un trabajo agotador en el que encontrábamos, ya sea en el día o durante la noche bebiendo y cantando, ese pequeño aventón para ser un tantito más felices por algunas horas.
No es la intención de estas palabras hacer una apología de las condiciones precarias de trabajo, fueron otros tiempos y así lo llevo ordenado en mi cabeza.
Algunos compañeros de esas expediciones a la plantación no la han pasado bien y volvieron a la sombra según lo último que supe. Otros sucumbieron ante lo insoportable que a veces resulta vivir. Finalmente, con otros he logrado contactarme y mantengo un vínculo más que fluido.
Nunca me olvido de esos días tan intensos en los que el intruso con respecto a las oportunidades recibidas era yo, y admito que siento mucha emoción de recordar que hayamos podido lograr un ensamble entre piezas tan distintas.
Porque en este mundo mezquino en el que tanto nos cuesta caber, la virtud no es sobresalir, sino poder sumar a uno entre tantos más.
Como los Eucalyptus de Magdalena.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Botín

Corría el año 1998 en la ciudad de La Plata. Atravesábamos, sin saberlo, la recta final de lo que desembocaría en la peor crisis de la historia de nuestro país. En dicha ciudad los estudiantes son una clase social aparte, posiblemente la franja más numerosa, con una capacidad de resiliencia pocas veces igualada y constituyen el termómetro de la economía del país. Y dicho instrumento acusaba un panorama de postergaciones realmente espantoso. Entonces vino mi amigo –que lo llamaré HT- y me contó su secreto. HT me dijo que debía guardar la suma de dinero que un compañero suyo había logrado usurparle a una entidad, a la que tampoco revelaré su nombre, a cambio de una buena parte. Solo puedo decir que me producía mucho placer saber que el golpe había sido dado en esa cueva de delincuentes. Era el equivalente a veinte mil dólares en billetes grandes. Un tamaño de riqueza que, por supuesto, yo jamás había visto. Pude advertir en ese preciso momento lo pesado que es el dinero. Entonces lo colocamos en el hueco de la campana de la cocina, en una bolsa y en fajos de mil pesos. Buenos tiempos estaban por empezar a correr. Nos manejábamos en taxi, tomábamos y comíamos rico. Invitábamos a todo el mundo. Salíamos y cuando se nos acababa volvíamos, metíamos la mano en el hueco, sacábamos otro fajo y volvíamos forrados. Los corríamos con guita. No nos importaba nada. Un día vimos como un periodista de ese momento –Enrique Sdrech- había viajado al lugar del hecho y trataba de atar los cabos del atraco. Nosotros lo veíamos por televisión sentados arriba de la bolsa del dinero cagándonos de risa y por supuesto, brindando. No sé cómo habría sido el pacto entre mi amigo y quien diera el golpe, pero supongo que HT se gastó la mitad del botín y en una inmensa proporción, lo hizo conmigo. Todo sin comprarse absolutamente nada para él.
Siempre fuimos unos pordioseros y si bien le sacábamos jugo a la vida, representábamos los vencidos que todo sistema en agonía escupe a un costado del camino. Así y todo, nunca firmamos la derrota, quizás por poseer ese inmenso arsenal no armado que representa la juventud.
Hace mucho que no veo a HT, la última vez que hablamos por teléfono me dijo algo así como que -la vida no iba a ser tan jodida y seguramente nos iba a dar la oportunidad de vernos de nuevo.
Me gusta pensar que debe estar haciendo lo que le gusta.
Preso de esa absurda costumbre de darlo todo sin querer nada.

Líder

Nunca fui un chico popular. Durante mi infancia fui uno más del montón, alguien que no despertaba ningún tipo de interés, un nene bastante aburrido para el ojo de mis amigos. Fui de los que se quedaban en el escondite creyendo que no lograban encontrarme, cuando en verdad lo que ocurría era que el juego había terminado y yo no había recibido notificación alguna. Una pésima destreza en los pocos deportes que el pueblo ofrecía no ayudó con el caso. El otro tema es que nunca pude ser gracioso. Un bochorno en cuestiones de poder arrancarle una carcajada a alguien. Bochorno que con el paso de los años he ido perfeccionando. No digo que haya algo malo en todo esto, solo que fue una etapa en la que fui una media, quizás una mediana, pero con seguridad nunca una moda. Con el paso del tiempo y las sucesivas mudanzas pude experimentar en carne propia ese precepto darwiniano que afirma que el "aislamiento" es una condición fundamental en la evolución de las especies. Nuevos depredadores aparecían con cada mudanza, por lo que después de atravesar una etapa de relativa calma, volvía a descender en la cadena alimentaria de las cuestiones de forjar con éxito algún tipo de personalidad. Una etapa de constantes derrotas y humillaciones, tan propias de una edad sumamente cruel y sufrida. Con los años pude ver que estos líderes precoces no mantienen el status con el paso del tiempo, padecen un estancamiento y hasta un retroceso, si alejamos un poco la lente. O quizás el solo hecho de que hoy sean personas normales pueda decepcionar nuestras expectativas de antaño, hiriéndolas -incluso- de muerte. Seguramente haya bibliotecas enteras de puros disparates que puedan echar algo de luz al fenómeno de surgimiento, plenitud y ocaso de estos abanderados populares, pero no es mi intención por estas horas ojear ni una sola hoja.
Yo mientras tanto seguiré lamiendo el mismo placebo que lamía en aquellos días de asfixiante normalidad.
Seguiré siendo mi propio pájaro en mano.

Lula

De Sócrates a Chico Buarque
del Mato Grosso a la Sabana
del Caucho a la Farofa
del Pedagogo de la Esperanza
yace una derecha in vitro
con sus sonrisas pasteurizadas
sus meriendas de plazo fijo
sus sexos con olor a dentista
las cicatrices tacañas de una clase despreciable
Hoy luce engalanada su collar de orejas
su cementerio de empleos rotos
su manantial de espaldas destrozadas
Si tuviera que elegir un momento
sería algún atardecer de enero de 1982 en Blaquier
sería un lindo regreso
solo hay una cosa de la que los poetas no se desprenden
su último poema
pues se lo llevan consigo
si pudiera elegir un final
sería escuchando Quimey en una noche de otoño en Meliquina
sería una forma digna de terminar
Recibimos la botella que lanzaste querido Lula
en este mundo en que nos eligen hasta el nombre
en esta historia que se parece a una fe de erratas
en esta vida que sale tan caro vivir y al fin de cuentas no vale nada.

Interruptores

Los mayores recuerdos de mi infancia pertenecen a la casa en que viví desde los cinco hasta los doce años, momento en que me fui a estudiar a una ciudad vecina por la inexistencia de un colegio secundario en mi pueblo natal. Casi todo pertenece a esa etapa. Mis expediciones por el mundo de una incipiente química inorgánica, los tan frecuentes circuitos eléctricos, la matanza indiscriminada de aves con una gomera o rifles de aire comprimido, las excursiones a la pesca del bagre en las aguas estancadas de las depresiones de la cuenca del salado y hasta mis más completos fracasos en cada incursión a los deportes que por ese entonces se practicaban. Un museo personal de objetos intangibles celosamente guardados y libres de polvo, en condiciones que demandan mantenimiento y, por qué no, esbozan cierto orgullo. Mi madre trabajaba en una escuela rural en la que los siete grados estaban a su cargo y en un recinto que no excedía las dimensiones ni las fortalezas de una vivienda precaria. Por la mañana siempre tuvimos una empleada que nos despertaba, nos preparaba el desayuno, el almuerzo y todo lo necesario para que cuatro hermanos varones no sucumbieran ante las inclemencias de alguna tragedia doméstica. Por la tarde mi mamá se liberaba del colegio y se encargaba de la tropilla de salvajes que tenía por hijos. Mi padre trabajó siempre de carnicero, por lo que en la heladera abundaban chuletas, rabos, sesos, bifes de hígado y escaseaba hasta la simpleza botánica de una hoja de lechuga. Pese a ser carnicero, nunca vi a mi padre cocinar. Ni hacer un asado, ni cascar un huevo, ni pelar una cebolla. Creo que no debe saber cómo se hace un pan. Y supo trasladar este comportamiento a los demás sectores de la organización de una familia: nunca cambió un pañal, nunca nos llevó al colegio, nunca nos bañó, nunca jugó a nada con nosotros. Un delicioso bocadillo para los tiempos que corren. Cuando en mi casa se quemaba una luz había que llamar al electricista. Si una gotera se ensañaba con una canilla, el plomero se encargaba. Cuando una silla se aflojaba, nos mecíamos en la posibilidad de una buena caída hasta que el carpintero se hacía de un tiempo para repararla. Una vez, en la madrugada de un viaje que solo hicimos él y yo, me preparó el desayuno y lo sirvió en la misma taza en que lo calentó, el resultado todavía es recordado por mis labios. Creo que todos sus hijos hemos advertido la dificultad que vivíamos cuando algo se rompía o dejaba de funcionar y en cierto modo hemos sido favorecidos. De alguna forma todos sabemos cocinar, cultivar, subsanar inconvenientes eléctricos, de construcción, de jardinería, etc. Todavía recuerdo la potencia de la sensación, con apenas diez años, de cambiar un interruptor de luz dañando. No solo me estaba independizando de la lista de espera del técnico del lugar, sino que estaba además haciendo cosas que mi padre no podía. Siempre le adjudiqué la lejanía que entre él y nosotros había, a la gran diferencia de edad. Cuando yo nací él tenía treinta y ocho años, dos meses y quince días. No digo que haya sido un mal padre, pero sostengo que con poco lo hubiera hecho mucho mejor. Por años me dije que de tener hijos lo haría de joven, evitando el gran salto etáreo que entre mi viejo y yo hubo. Con el tiempo la vida da tantas vueltas que te das cuenta que es imposible armar las cosas a tu antojo. Planes basados en pura soberbia adolescente combinada con ignorancia y pedantería. Cuando cumplí treinta y ocho años y tres meses vino a nuestras vidas mi segundo hijo: Vicente. Un francotirador en cuestiones de fecundidad con la capa del karma cabalgando a mi lado. Quince días de diferencia con los treinta y ocho años de edad que me habia espantado toda la vida. Sin nada que hacer -como padre- con el intervalo de tiempo, trato de estar atento a lo que tanto despotriqué -como hijo- y le doy más de cien besos al día.
De algún modo siento la potencia de reparar interruptores.

domingo, 4 de marzo de 2018

Crónica de un fallecimiento

El día comienza como cualquier otro. Hasta el momento todos se encuentran aturdidos por una brutal rutina. De pronto una primicia atraviesa al pueblo. Se expande como el agua en un piso plano buscando hasta el último recoveco, escurriendo e infiltrando. La gente traslada su sitio de descanso de la silla de la cocina a la vereda de su casa y entonces con sus ojos lanzan una intrépida cacería en busca del último desprevenido. Es en vano, ya todos lo saben. En el pueblo ha fallecido alguien. Todos traen y llevan, y cuando la historia parece enfriarse aparecen nuevos detalles. El clima suele mostrar contemplación en estas fechas, proporcionando atmósferas diáfanas y vientos suaves o nulos. Entonces el día adopta la forma de un feriado y de repente todos se encuentran vestidos con ropa destinada a casamientos o velorios en la casa del finado. Un sinnúmero de gente compuesta por familiares, amigos, vecinos, confluyen en el lugar. El desgraciado protagonista yace con la mueca del último minuto en un féretro situado en el cuarto del matrimonio, con la boca cerrada a fuerza de pegamento rápido y un improvisado vestuario de gala. A su lado se escabullen los últimos restos de dignidad. En la misma habitación unas sillas que inmigraron del comedor alojan fabricas humanas de llantos y mocos. En una población que solo conoce de gritos y carcajadas, ver gente hablando suave y a menos de cinco metros de distancia desconcierta a propios y a ajenos. Los presentes tratan de encontrarle un sentido al deceso y esgrimen teorías improbables y muy poco elaboradas. La empresa funeraria ha provisto unos candelabros de bronce percudido y unas palmas de Honolulu. Todo montado con el histórico personal a cargo. Personal que junto al cura y los municipales del cementerio ya han enterrado a más de medio pueblo. El lugar puede dividirse mediante anillos concéntricos de demostraciones de dolor, que van desde las inmediaciones del ataúd a las más distendidas zonas de charla y reflexión. Al día siguiente la familia del occiso experimentará un nuevo pico de dolor mientras ordena y dispone de las pertenencias, ahora huérfanas, del fallecido en cuestión. Este último acto constituye la mayor violación a la intimidad que un ser humano puede padecer.
El finado permanecerá presente en los recuerdos del pueblo el transcurso en que quienes ejerciten su memoria permanezcan arraigados a este lado del tiempo.
Luego todo fluirá por la garganta del olvido.
Inexorablemente.

Cuatro minutos

Me he fijado un tiempo, un breve lapso de él, para ser lo que me antojo
No digo que sea fácil, pero supongamos, solo me tomaré cuatro minutos
Tiempo razonable para suponer que esta soledad no será perturbada
Que mi estado de felicidad no será el más alto, pero se mantendrá estable
La presión atmosférica, la velocidad del viento y la humedad relativa no se verán modificadas
Las mejores ideas no se me caerán necesariamente en estas cuatro revoluciones del minutero
De fondo escucho el reloj que marcará los cuatro minutos sin acabar su pila
No tengo motivos para creer que la comida me dé una patada en este momento
No creo ser capaz de aventurarme en el plano de las certezas más que en estos cuatro minutos
En la paz de estos segundos nada está sujeto a grandes variaciones
Mi optimismo de madera, los niveles de azúcar, la tensión que soporta mi cinturón
No ocurrirán grandes acontecimientos en este tiempo, lo sé
Aún así disfruto este minúsculo paréntesis
Hoy un genocida se murió de viejo
Pero ni siquiera fue dentro de estos cuatro minutos
Así que nada
Estos son los cuatro minutos menos trascendentales de la historia del mundo
Solo una cosa señores
Puede que yo los siga recordando.

martes, 27 de febrero de 2018

Transgresiones

Debí tener alrededor de diez años cuando descubrí la electricidad, y como no pudo ser de otro modo, quedé fascinado. Tras decenas de descargas recibidas comencé a comprender el fenómeno y me introduje de lleno en el terreno voltaico. Primero fueron artefactos de bajo voltaje como linternas, juguetes, grabadores y luego me fui metiendo en la red eléctrica hogareña. Desarmaba los electrodomésticos, reparaba los enchufes y hasta fabriqué un timbre cuya bobina consistía en un tornillo envuelto en cobre y la campana provenía de la tapa de una azucarera. Un verdadero talento precoz que el implacable paso del tiempo se ocuparía de corregir poniéndolo nuevamente en su lugar. En ese entonces había en mi pueblo un tipo de unos setenta años que despertaba toda mi admiración. Su casa, con las ventanas siempre bajas, era una feria exhibidora de aparatos desarmados. Entonces yo iba y descargaba mi arsenal de dudas en ese universo de electrones y don Mario, así se llamaba, respondía con todo el gusto del mundo. Fue por esos días cuando me contó que en su juventud, con apenas veinte años, había conseguido armar un equipo de radio. En un galpón que había en su casa, en un entrepiso cerca del techo y lejos de las represalias de un padre conservador, logró sintonizar algunas emisoras. Me lo dijo como quien divulga el secreto de su vida, detrás de unos ojos saltones y con total serenidad. Yo tuve la sensación de estar frente a un gigante. En cuestiones de inteligencia Mario, sin duda alguna, amasaba una pequeña fortuna. A la sazón, su confesión me hizo advertir lo que hoy en estas líneas intento ensayar: el hecho de que los grandes acontecimientos anclan su raíz en las transgresiones. Si las transgresiones al código genético, las conocidas mutaciones, no hubieran tenido lugar, nunca podríamos haber abandonado el rudimentario formato biológico marino de donde todo proviene. Solo hay un problema en esto de transgredir: no nos quieren así. La membresía de lo establecido es un tanto reacia a permitir cambios, pues sus coitos con el dinero suelen verse afectados ante el cambio de paradigmas y los transgresores se ven obligados a pagar un precio demasiado elevado por sus herejías. Marx, Darwin y Freud son sólo algunos ejemplos de estos locos de remate y que además vivieron para contarlo.
Yo no sé qué fue de Mario, pero en estos tiempos que tanto padezco, me gustaría que alguien como él me diera un poco de razón.

jueves, 18 de enero de 2018

Cardumen


Somos con asombrosa previsibilidad lo que en un instante habremos sido, soltando de este modo, minuto a minuto, los párrafos de nuestra historia. Aún así nos ensañamos con la ortografía, y por qué no, con la cosmética caligráfica. Viví la noticia del embarazo de mi hija Lucía como el de una enfermedad terminal, quizás peor. Con el tiempo entendí la importancia que tiene la razón, la sabiduría, el aprendizaje, sobre todo en momentos de desesperación, y si bien he logrado acomodar aquel pensamiento en algún lugar, no hay día que no quiera erradicarlo. Por algún motivo, quizá orgánico, no he logrado engancharme con las drogas, tampoco me he pescado el HIV y los veintisiete han sido tormentosos, pero bien que han quedado atrás y hace tiempo. Seis de cada siete días tomo agua, no fumo, intento equilibrar las comidas y hasta salgo a caminar, y todo sin ningún tipo de sacrificio. Pero en ese séptimo día, la cerveza es incapaz de elevar un céntimo su temperatura en el vaso, prendo un cigarro con otro y las charlas toman tal efusividad que las horas estallan como fuegos de artificio en el fondo de un cielo oscuro. No exagero de franqueza si asumo que pertenezco a la gran mayoría de personas que detestan su trabajo. Soy un cazador de talentos dentro de mí mismo -acaso con pésima puntería- en busca de pasiones muy bien escondidas. Hace quince años que descubrí la cordillera patagónica y desde ese momento no ha habido vuelta atrás. Vivo momentos de plenitud donde disfruto del agua, del viento, su flora, sus rutas. Hasta el momento no he podido trasladar estas palabras a ningún otro sitio que conozca. Puedo decir con relativa seguridad que dejaría todo por irme a vivir allí, solo me falta un poco de valor, el mismo que me ha faltado siempre. Guardo una retroteca en mi cabeza, un registro vastísimo de situaciones donde cada momento cuenta con una ficha en la que porta información tal como el año, los personajes, el asunto, etc. Dieciocho mudanzas repartidas en cinco localidades ayudan a ubicar cada circunstancia en el tiempo correspondiente con mayor facilidad. Nada de esto es producto del azar o de una memoria sobresaliente, sino el resultado de un ejercicio que desde muy chico me he empeñado en llevar adelante. No detesto el consumo, es solo que me hace bien estar fuera de él. Me ha costado mucho desencajar tanto en una sociedad borracha por comprar y desechar. Un típico bicho raro. Y yo que casi había olvidado que lo raro no es sinónimo de malo. Sigo sin aceptar la muerte, y cada vez que me toca de cerca, me deja apabullado, aturdido, sordo. Una sordera que deberé aprender a escuchar cada vez con más frecuencia. Como gran parte de la humanidad, hace tiempo que me repito la misma pregunta: ¿Qué sentido tiene todo esto? Un cuestionamiento claramente más fácil de hacerlo que responderlo. Creo que si el ser humano fuera intelectualmente honesto, el no poder dar una respuesta a este interrogante sería motivo suficiente para encabezar la lista de decesos más probables. Soy un pesimista altamente especializado. Eso no implica ser incapaz de disfrutar la vida, solo hay que acostumbrarse a dormir la siesta con una licuadora encendida en el cuarto de al lado. He decidido reconsiderar los límites fronterizos de mi país, circunscribiéndolos a la población de afectos con la que me rodeo, un patio verde y frondoso que regula el clima de la casa, una huerta que produce en base a un circuito cerrado de nutrientes y unos vecinos apacibles defensores de genocidas que son el ejemplo mejor acabado de una lucha que jamás deberá bajar su puño. Para finalizar, imagino la edad en que indefectiblemente me sentaré a pensar hacia atrás, ya más tranquilo, como un animal manso. Hordas de peces que representan los aciertos, nadando aguas arriba en cataratas de arrepentimientos. Definitivamente en ese cardumen ralo se encontrará mi posición con respecto a los que menos oportunidades han tenido.
Y en esto último se me habrá ido la vida.

martes, 9 de enero de 2018

Vengo

Vengo de un pueblo inundado
hipodérmico, paleolítico y afiebrado
no pierdo el terror de ver aquel patio mutilado
las paredes, el techo y la memoria hechos cascotitos
o lo que es peor, en su lugar una brillosa ferretería
con candados, cebos tóxicos y extensiones made in china

Vengo con los recuerdos enojados
húmedos y con dolor de panza
no quedan esperanzas en el frasco de aceitunas
ni gatas peludas ni sapitos con cola
dos sabañones adornan las comisuras de mi sonrisa
de tanta mueca impoluta fregada con lavandina

Vengo con el campeón agitado
con la tos convulsa y los pies mojados
una sinfonía de policías tocados por trompetas
arriba de caballos que han aprendido a montar a la gente
entonces una ligustrina crece en mi corazón
por tanto andar con el orgullo encerrado.

Empanadas.

Yo vi morir al siglo veinte. No sentí la culminación pomposa de una etapa, sino un funeral. Un final que se presagiaba, tangible en el aire como el dolor en la carne. Ya había decidido colgar por ese año los estudios. Y con mi amigo misionero, por esos días pampeano y ahora salteño, el polaco Juan Palczewicz, salimos a vender empanadas. Tres veces a la semana visitábamos el Ministerio de Salud, que quedaba cerca de casa, ofreciéndoles ese manjar envuelto en masa. Una bandeja de colesterol al alcance del colmillo que el sedentariato público resistía con poco, e incluso nulo éxito. La noche anterior nos quedábamos hasta tarde preparando el menú, acompañados por no pocas botellas de vino. La cuestión era aplacar el calor y el vacío que acusaban esos días. No hace falta aclarar que la rentabilidad de dicha actividad era meramente emocional. Sobre todo si le sumamos a los costos, el plus de gas que mis compañeros de habitancia nos hacían pagar por tan pingüe negocio emprendido. Todo se volvía un poquito peor los días que no conseguíamos vender ni la mitad del producto y entonces veíamos como los mismos compañeros que habían aplicado tal índice de corrección al pago de la factura, desmembraban a pura mandíbula y ojo frío esas empanadas de saldos como unos auténticos cocodrilos del Nilo. Fueron tiempos revoltosos con una cizalla social incubada por años. Las medidas neoliberales habían conseguido desplazar al ser humano del centro de la política y en su lugar yacían netos guarismos. Un escenario que nunca podría haber alcanzado tal grado de perversión de no ser por el apoyo imprescindible de la corporatocracia mediática, que provista de un sistema radicular poderoso, anclado en los años de plomo, pastaba ahora sin depredadores naturales en el mar picado de una democracia caótica.
Fue la primer experiencia vivida bajo las políticas excluyentes de un gobierno neoliberal y francamente nunca pensé que podría volver a vivirlas. Me equivoqué. Porque estos tipos cambian su aspecto pero no su esencia. Mutan, se modernizan, se adaptan, se mimetizan. Y se meten en tu vida con otras formas y nombres sin revelar nunca su verdadera composición interna.
Como las empanadas.