Corría el
año 1998 en la ciudad de La Plata. Atravesábamos, sin saberlo, la recta
final de lo que desembocaría en la peor crisis de la historia de nuestro
país. En dicha ciudad los estudiantes son una clase social aparte,
posiblemente la franja más numerosa, con una capacidad de resiliencia
pocas veces igualada y constituyen el termómetro de la economía del
país. Y dicho instrumento acusaba un panorama de postergaciones
realmente espantoso. Entonces vino mi amigo –que lo llamaré HT- y me
contó su secreto. HT me dijo que debía guardar la suma de dinero que un
compañero suyo había logrado usurparle a una entidad, a la que tampoco
revelaré su nombre, a cambio de una buena parte. Solo puedo decir que me
producía mucho placer saber que el golpe había sido dado en esa cueva
de delincuentes. Era el equivalente a veinte mil dólares en billetes
grandes. Un tamaño de riqueza que, por supuesto, yo jamás había visto.
Pude advertir en ese preciso momento lo pesado que es el dinero.
Entonces lo colocamos en el hueco de la campana de la cocina, en una
bolsa y en fajos de mil pesos. Buenos tiempos estaban por empezar a
correr. Nos manejábamos en taxi, tomábamos y comíamos rico. Invitábamos a
todo el mundo. Salíamos y cuando se nos acababa volvíamos, metíamos la
mano en el hueco, sacábamos otro fajo y volvíamos forrados. Los
corríamos con guita. No nos importaba nada. Un día vimos como un
periodista de ese momento –Enrique Sdrech- había viajado al lugar del
hecho y trataba de atar los cabos del atraco. Nosotros lo veíamos por
televisión sentados arriba de la bolsa del dinero cagándonos de risa y
por supuesto, brindando. No sé cómo habría sido el pacto entre mi amigo y
quien diera el golpe, pero supongo que HT se gastó la mitad del botín y
en una inmensa proporción, lo hizo conmigo. Todo sin comprarse
absolutamente nada para él.
Siempre
fuimos unos pordioseros y si bien le sacábamos jugo a la vida,
representábamos los vencidos que todo sistema en agonía escupe a un
costado del camino. Así y todo, nunca firmamos la derrota, quizás por
poseer ese inmenso arsenal no armado que representa la juventud.
Hace
mucho que no veo a HT, la última vez que hablamos por teléfono me dijo
algo así como que -la vida no iba a ser tan jodida y seguramente nos iba
a dar la oportunidad de vernos de nuevo.
Me gusta pensar que debe estar haciendo lo que le gusta.
Preso de esa absurda costumbre de darlo todo sin querer nada.
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