jueves, 7 de diciembre de 2017

Detenido

Blaquier, el lugar donde crecí, ayer sumó el ciento doce aniversario de su natalicio. En un país donde el federalismo pereció antes de haber nacido, Blaquier es sin lugar a dudas, el hijo varón predilecto. Un sitio donde gran parte de su población jamás tuvo un empleo formal, aún así y quizás por cuestiones tácitas enraizadas a su nombre, es un pueblo profundamente conservador y de derecha. Posee la única industria que desde siempre ha tenido y que persiste con uñas y dientes: una usina láctica. Otrora privada y convertida en cooperativa luego de la orgía neoliberal vivida en la última década del siglo pasado. Un pueblo cuya pirámide demográfica está, literalmente, invertida. Generaciones enteras que viven y mueren sin atravesar los límites salitrosos de esa urbe diminuta. Lejos de poder calificar a Blaquier, lo recuerdo como el lugar donde mi infancia lentamente se quedó sin frenos. Una vez por año visito ese lugar, salto los charcos, hurgueteo rincones de la casa, me dejo devorar por los insectos y me emborracho de recuerdos y de vino. Me zambullo en el pasado para llegar al mismo diagnóstico fatal cada vez que emerjo la cabeza: ya nada es lo que fue. Pese a todo, lo disfruto muchísimo. La nostalgia es la droga ilícita con la que, por unos segundos, aventajamos a los dueños del tiempo. Una semana es lo que permanezco en Blaquier. Siete días detenido. El resto del tiempo, esas cincuenta y un semanas que completan mi vida, lo dedico a envejecer.

jueves, 2 de noviembre de 2017

Preso

No es fácil vivir siempre en el mismo cuerpo. Ni para mí ni para los que están cerca mío. Estoy preso en este continente de carne que cambia su cáscara pero no el sumo. Ese testarudo que se emociona con las mismas cosas que hace veinte años atrás. Un compañero de celda de mí mismo, indignado y cuyo estado es reservado. A menudo suelo enojarme con la imagen que me devuelve el espejo, por lo que he optado por afeitarme en la ducha, lavarme los dientes en la cocina y cortarme el pelo en el patio. Mi vestuario es andrajoso, no me llevo bien con la tecnología al servicio del ocio y en los tiempos libres visito las chatarrerías. Prefiero el “hacer” al “hecho”. Tal es el caso de los muebles que me gusta fabricar, que no se llevan del todo bien con los ejes tridimensionales del hogar y aunque sean colosalmente perfectibles, me dan cierto orgullo. Un orgullo en ropa interior, pero orgullo al fin. Tengo problemas con mi auto, al que mando a lavar cada un par de años y hasta menos. Y cuando imagino que nada podría ser peor me acuerdo de mi vecino, que lava el suyo, el de su mujer y el de su trabajo, cada día que el meteorólogo local anuncia cielo despejado, contribuyendo de este modo a la formación de un río transitorio que bien podría llevar su nombre. Una vez por año visito a mis viejos. Que están grandes. Al momento de volver, ya en viaje, me dan unas ganas insoportables de llorar. Un llanto corto, espasmódico, con lágrimas y hasta mocos, de esos que tan bien describía Cortázar. Aún así lo disfruto. Como disfruto escribir, cocinar, beber y como alguna vez disfruté tocar la guitarra, vivir en una gran ciudad o pintar remeras.
Como dije antes, soy presidiario en mi propio cuerpo.
Aunque con muchas salidas transitorias.

viernes, 20 de octubre de 2017

Filtraciones

Expulsado de mis cabales y protocolos de tipos extraordinarios
No soy alguien que se divierta con el humor ni con los perros
Me problematizo más a menudo que lo que me soluciono
Quien si no yo el culpable de un jurado que vive en mi cabeza
Recuerdos que operan como las venéreas de los Vaticanos
Unto mis pedazos en el techo de la cocina
Me amputo, me anudo, me cliso, me duelo
Me Nicanor, me Abelardo, me Baudelaire
A veces a muecas me digo
Y a veces me lluevo por dentro.

martes, 17 de octubre de 2017

Inmortal



Hace unos días falleció un tío mío, por cuestiones ajenas a mí, y probablemente a él, no nos cruzamos demasiado en la vida. La semana siguiente hubiera cumplido ciento dos años. Siempre lo vi como un viejo, la cuestión es que atando unos cabos muy fáciles de atar, me vengo a dar cuenta que cuando yo nací el tipo tenía sesenta años. No debe ser fácil vivir más de un siglo de vida. Fue testigo del nacimiento y muerte de la Unión Soviética y contemporáneo de prácticamente todo el revoltoso siglo veinte. Hace más de veinte años que murió su esposa. Lo que ocurre es que para quienes aspiramos con suerte a vivir lo que la esperanza de vida dicta, seguir a estos tipos se vuelve imposible. Es lo más parecido a un inmortal que podamos encontrar entre nosotros. Entierran a sus mascotas, sus caballos, sus amigos, sus vecinos, sus hermanos, sus parejas y si es necesario a sus hijos e incluso hasta alguno de sus nietos. Es una aberración absoluta. La muerte les pasa de cerca sin tocarlos, pero la crueldad de que sus seres queridos vayan desapareciendo uno a uno, debe ser un proceso insoportable. Quienes tengan dudas del concepto de la "soledad", con seguridad deberían recurrir a este tipo de gente.
Siempre pensé mucho en la muerte, es algo que mi cabeza no puede digerirlo, no hay caso. Y como buena traicionera que dicen que es, prefiero que venga por atrás. Sin avisos y sin longevidades. La muerte es y debe ser un suceso trágico y conmovedor. Porque de todos modos, si es verdad que somos historias, quién puede ser capaz de darle un buen final, apagar la luz e irse tranquilo a dormir.

Etcéteras

Es complicado poder identificarlos porque no respetan un patrón definido. Por empezar son tipos irregulares. Son sinónimos pero viven comportándose como antónimos. Se juegan la vida en voz alta pero son de arrepentimiento fácil. En las sobremesas erigen catedrales de moral sobre puntos suspensivos y luego dejan con sigilo la basura en la vereda del vecino. En cuestiones de humanidad, por decirlo de algún modo, no tienen buen paladar. Dicen ser ecuánimes, pero no son más que unos deliciosos artículos neutros. Indefinidos como un gerundio. Incapaces de grandeza, al momento de darlo todo enmudecen como una hache. Hacen con la coherencia lo que el acento a los diptongos. Superlativos hacia adentro. Son esto, son aquello, son lo propio y son lo ajeno, son lo mismo y lo distinto. Son todo lo que puedan ser dependiendo de la hora, el día y las condiciones meteorológicas imperantes. Son despectivos, condicionales. Gente diminutiva.
Es, como dije antes, un tanto complicado para explicarlos.
Son los etcéteras.

Extraño



Hay un caso que me tiene sorprendido. Se trata de un tipo que no conozco, pero que lo cruzo todo el tiempo por la ciudad. Es morocho, con rasgos nativos, cabello por los hombros bastante ordenado, estatura incipiente y nariz prominente. Suele utilizar unos zapatos con tacos acordonados negros y con brillo. Hay veces que lleva una camiseta de algún club que desconozco. A menudo lleva pantalón de gimnasia pero también usa jean. No lo veo en un lugar determinado, sino que por toda la ciudad. La única posibilidad de que dos individuos se crucen asiduamente en una población de cien mil habitantes de forma aleatoria, es que circulen mucho más que la media, y dado que yo no supero esa medida de posición ni remotamente, no cabe otra opción que la que este personaje camine las veces que yo no lo hago y aún mucho más. Por decirlo de algún modo, este tipo, luego de mi compañera e hijo, es la persona que más veo en mi vida. Entre una y tres veces al día por los puntos más distantes del ejido urbano. Camina de un modo particular, despegando a poca altura los pies del suelo y como si le costase traer el pie que, en cada paso, queda atrás de la línea de avance. Además en el proceso casi no mueve los brazos, y dado que este movimiento ayuda a consolidar el equilibrio, deduzco que puede prescindir de este mecanismo dada la escaza altura de su centro gravitacional, situación que favorece un desplazamiento medianamente torpe, sin poner al conjunto en riesgos que le podrían costar una caída. En algunas oportunidades lleva en cada mano un botellón que supongo que es aceite de fritura, y ya que me permito suponer con el aceite de fritura, me aventuro a pensar que puede estar fabricando jabones. Con la tercer y última apuesta me la juego a suponer que los hace para vender, aunque en verdad la primera me parece mucho más loable que las otras dos.
Ya es medio tarde para ser domingo, así que me voy a dejar de perder el tiempo de este modo tan idiota y me voy a ir a dormir.
Mañana lo volveré a ver.
Todo esto es insoportable.

Felicidad



Entre diciembre de 2002 y noviembre de 2003 viví mi último período en Blaquier. Fue una etapa comprendida entre el fin de mi vida universitaria y lo que sería mi éxodo al sur. Un año hermoso del que recuerdo cada detalle. Particularmente tengo una canción que tras darle comienzo se convierte en el pasaporte inevitable hacia esos días. Esas noches en que me encuentro conmigo mismo penetro en ese portal del tiempo y me dejo llevar, solo tengo la precaución de no abusar del fenómeno a los fines de no acabar con este pequeño milagro. Blaquier es un pueblo de unos seiscientos habitantes y en ese momento contaba con no menos de media docena de bares. Bares de pueblo a los que no asisten mujeres y constituyen un precioso vergel en el universo de las cuestiones machistas. Tomábamos vino malo. Tan malo que se hacía inevitable beberlo frío y con un suplemento de soda. No es falso el mito que a los vasos había que lavarlos en la mayor brevedad posible, ya que de permanecer demasiado tiempo, teñía el cristal al punto de tener que descartarlos. Fue en uno de esos bares donde pasada la media noche y por televisión, presencié una de las mayores atrocidades llevadas adelante por el cocainómano que presidía al país del norte. Llevo las imágenes de la hora cero en que la artillería aérea estadounidense hizo impacto sobre la población civil de Bagdad y nosotros, el resto del mundo, hicimos oídos flacos y vista gorda. Pero no es ésta la intención de escribir sobre el destino de los países con subsuelos plagados de hidrocarburos, sino recordar ese año en especial. Todos los meses recorríamos con mi hermano Mariano los establecimientos rurales de la zona en busca de un trabajo y agradezco tanto el hecho de no haber recibido una sola respuesta positiva como pocas cosas en la vida. Una de las causas de tal agradecimiento es el haber podido anclarme en la Patagonia, un sitio adoptivo en el que viviré hasta mi último día profundamente enamorado. El otro, es colocar a mi pueblo en un lugar de esporádicas visitas en el que las implicancias horarias, calendarios y obligaciones, no tienen posibilidad alguna de hacer mella en los días en que allí me encuentro. Nada de esto fue planeado por lo que añade, si es que se puede, una cuota extra de belleza en todo esto. Blaquier está como más me gusta: lluvioso, embarrado, fresco y aburrido. Mañana vuelvo a Río Negro, en un año a más tardar y como dicen las canciones, estaré volviendo al pago.
Quería de algún modo dejar constancia de estos sucesos sumamente extraños en mi vida que constituyen los estados de felicidad.

jueves, 31 de agosto de 2017

Revolución

Con La llegada de los primeros “veranitos de San Juan” las especies arbóreas más sensibles a la duración del día comienzan con la biología sexual de la floración. Almendros, ciruelos, aromos, constituyen un sistema de alarma que nos indica que las temperaturas comenzarán a subir paulatinamente. Falta aún para la primavera, pero la traducción insoportable que ejecuta mi cabeza, empieza a fastidiarme con la aparición de estos pintorescos detalles que nos regala la naturaleza. Un efecto precisamente contrario al de la senescencia de las hojas ocurrido durante el otoño. Detesto el verano y todo su esplendor. No es una ocurrencia mía, es que cada ciclo estival que atraviesa mi aparato corporal es más penosamente soportado que el ocurrido anteriormente. Soy apátrida en estas cuestiones y no tengo inconveniente para sentirme gentilicio de cualquier lugar del planeta que diste lo suficiente del sol. Un residente de altas latitudes, de las regiones “achatadas” del globo, donde las sombras se proyectan alargadas y el cielo es diáfano, donde las comidas son calóricas y los golpes duelen más, y donde el “lanugo” viste de calor a los animales salvajes. Un habitante invernal posiblemente más solitario de multitudes pero más poblado de uno mismo, donde los fenómenos de superficie se caigan al ritmo de las ideas y el dios Mercado se cague bien de frío. Donde se pueda ser más asimétrico, no tan lineal y menos geométrico, que en términos de equivalencia en hábitos antrópicos significa ser políticamente incorrecto. Suplantar lugares atestados de personas unipersonales, por otros poblados de individuos donde nada, o casi nada, sea un hecho individual.
Mi Manifiesto en este mundo, mi Libro Rojo, mi Terreno Desfavorable, mi Playa Girón.
Porque la quiero como nadie.
Porque es mi Revolución.

lunes, 31 de julio de 2017

Vidas flotantes



Hace unos años trabajando en el puerto SAE me tocó subir a un barco. Un barco ruso. Yo subí como empleado del SENASA y mi trabajo consistía en revisar que los residuos estén en el lugar indicado, mirar la cocina, el depósito de mercadería y alguna otra cosa que no recuerdo. Subíamos con un representante de la Agencia Marítima, que son quienes se responsabilizan por la tripulación mientras el buque esté atado al continente. También subía un policía para acompañarnos, alguien que seguramente rogaba para que no salga nada mal, porque nadie mejor que él para saber que un uniformado con un arma no era para nada suficiente si pretendía poner en orden a esos Montes Urales de carne que eran estos rusos. El que nos recibía muy amablemente era el capitán del barco. A mí si hay algo que jamás me interesó es aprender inglés, no entiendo nada. Imagínense entonces la comprensión del monólogo en inglés brindado por un ruso. Lo que sigue es una oda a los manuales de sobornos. El capitán nos recibía con comida, gaseosas, vodka y además nos regalaba botellas para llevar y cartones de cigarros. Todo en un ambiente muy agradable del camarote más elegante de la embarcación. El de la Agencia Marítima era el único que hablaba inglés pero no podía pronunciar nada porque tenía la boca demasiado ocupada fagocitando unos salamines de una procedencia improbable. El policía que manejaba el idioma como yo, no emitía palabras. Solo en fugaces intervenciones para pedir otra lata de gaseosa. Nunca vi tomar tantas latas de gaseosas en tan poco tiempo. Y yo no dejaba de pensar en la escalera por la que tenía que bajar. Una tabla con unas maderitas clavadas para no resbalar que tenía una inclinación casi vertical. Y entre el muelle y el barco, el agua. No es fácil transitar por esa rampa sabiendo que si te caes te morís, y en el caso mío puede suceder incluso antes de mojarme. La cuestión es que yo no me caí ni me morí, el policía metabolizó perfectamente la bebida y el empleado de la Agencia vivió para jubilarse.
Ya no subo a los barcos ni por trabajo ni por diversión, pero a menudo pienso en esas personas de mirada perdida, que pasan su vida en esas bestias de acero llevando y trayendo mercaderías de contra estación por sueldos bajísimos y que siempre se van del mismo modo.
Perdiéndose en el infinito del olvido.