Hace unos años trabajando en el puerto SAE me tocó subir a
un barco. Un barco ruso. Yo subí como empleado del SENASA y mi trabajo
consistía en revisar que los residuos estén en el lugar indicado, mirar la
cocina, el depósito de mercadería y alguna otra cosa que no recuerdo. Subíamos
con un representante de la Agencia Marítima, que son quienes se responsabilizan
por la tripulación mientras el buque esté atado al continente. También subía un
policía para acompañarnos, alguien que seguramente
rogaba para que no salga nada mal, porque nadie mejor que él para saber que un
uniformado con un arma no era para nada suficiente si pretendía poner en orden
a esos Montes Urales de carne que eran estos rusos. El que nos recibía muy
amablemente era el capitán del barco. A mí si hay algo que jamás me interesó es
aprender inglés, no entiendo nada. Imagínense entonces la comprensión del
monólogo en inglés brindado por un ruso. Lo que sigue es una oda a los manuales
de sobornos. El capitán nos recibía con comida, gaseosas, vodka y además nos
regalaba botellas para llevar y cartones de cigarros. Todo en un ambiente muy
agradable del camarote más elegante de la embarcación. El de la Agencia
Marítima era el único que hablaba inglés pero no podía pronunciar nada porque
tenía la boca demasiado ocupada fagocitando unos salamines de una procedencia improbable.
El policía que manejaba el idioma como yo, no emitía palabras. Solo en fugaces
intervenciones para pedir otra lata de gaseosa. Nunca vi tomar tantas latas de
gaseosas en tan poco tiempo. Y yo no dejaba de pensar en la escalera por la que
tenía que bajar. Una tabla con unas maderitas clavadas para no resbalar que
tenía una inclinación casi vertical. Y entre el muelle y el barco, el agua. No
es fácil transitar por esa rampa sabiendo que si te caes te morís, y en el caso
mío puede suceder incluso antes de mojarme. La cuestión es que yo no me caí ni
me morí, el policía metabolizó perfectamente la bebida y el empleado de la Agencia
vivió para jubilarse.
Ya no subo a los barcos ni por trabajo ni por diversión, pero a menudo pienso en esas personas de mirada perdida, que pasan su vida en esas bestias de acero llevando y trayendo mercaderías de contra estación por sueldos bajísimos y que siempre se van del mismo modo.
Perdiéndose en el infinito del olvido.
Ya no subo a los barcos ni por trabajo ni por diversión, pero a menudo pienso en esas personas de mirada perdida, que pasan su vida en esas bestias de acero llevando y trayendo mercaderías de contra estación por sueldos bajísimos y que siempre se van del mismo modo.
Perdiéndose en el infinito del olvido.
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