El tiempo es como el fuego. Un fuego que se alimenta del presente y de
este modo lo convierte en cenizas del pasado. Un fuego cada vez más
grande y que lo engulle todo, cada minuto con más intensidad que el
anterior, colocándonos en la perspectiva de que cada año pasa más
rápido. Algo perceptible cuando la arena del cubículo inferior del reloj
comienza a ser mayoría. Es entonces cuando el fuego se desata y se
vuelve descontrolado. Pero no todo es incinerado, pues nos queda la memoria.
Días soleados de invierno con la manga llena de mocos, feriados
viajando en el coche, el olor de la estufa a kerosene. La añoranza no da
tregua y nos trae al pasado arregladito y perfumado. Una pequeña trampa
reside en todo esto. Porque lo que uno extraña no son los
acontecimientos puntuales, sino el tiempo en que esos acontecimientos
ocurrieron. La complejidad de ser niño, de estar atento a todo, de no
parar de soñar, del cuerpo que no duele: de la juventud en sí. El deseo
imperioso de volver a ser joven se disfraza de nostalgia y nos sumerge
en la abstinencia de momentos pasados. En cuanto al futuro puedo decir
que ya no me interesa. Solo puedo llegar a él con preconceptos. Me he
pasado la vida ejerciendo el preconcepto, y al final, ya tarde, uno se
da cuenta que eso no sirve para nada. Por el presente, creo que he
aprendido a valorarlo un poco más. A partir de darme cuenta que en unos
años acusaré melancolía por volver a los días que hoy vivo, he logrado
disfrutar el momento que atravieso con mayor plenitud. Sacarle más
provecho, hacer más cosas que me gustan, que impliquen movimiento,
creatividad, pasión.
Es entonces desde un presente completo, vivo y también angustiante, que mañana tengamos un anclaje más amigable en el pasado.
Un pasado conciliable con el presente, con nosotros, con los demás.
Más fácil de ser visitado.
Un pretérito que sea digno de recordar.
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