lunes, 31 de julio de 2017

Tiempo

El tiempo es como el fuego. Un fuego que se alimenta del presente y de este modo lo convierte en cenizas del pasado. Un fuego cada vez más grande y que lo engulle todo, cada minuto con más intensidad que el anterior, colocándonos en la perspectiva de que cada año pasa más rápido. Algo perceptible cuando la arena del cubículo inferior del reloj comienza a ser mayoría. Es entonces cuando el fuego se desata y se vuelve descontrolado. Pero no todo es incinerado, pues nos queda la memoria.
Días soleados de invierno con la manga llena de mocos, feriados viajando en el coche, el olor de la estufa a kerosene. La añoranza no da tregua y nos trae al pasado arregladito y perfumado. Una pequeña trampa reside en todo esto. Porque lo que uno extraña no son los acontecimientos puntuales, sino el tiempo en que esos acontecimientos ocurrieron. La complejidad de ser niño, de estar atento a todo, de no parar de soñar, del cuerpo que no duele: de la juventud en sí. El deseo imperioso de volver a ser joven se disfraza de nostalgia y nos sumerge en la abstinencia de momentos pasados. En cuanto al futuro puedo decir que ya no me interesa. Solo puedo llegar a él con preconceptos. Me he pasado la vida ejerciendo el preconcepto, y al final, ya tarde, uno se da cuenta que eso no sirve para nada. Por el presente, creo que he aprendido a valorarlo un poco más. A partir de darme cuenta que en unos años acusaré melancolía por volver a los días que hoy vivo, he logrado disfrutar el momento que atravieso con mayor plenitud. Sacarle más provecho, hacer más cosas que me gustan, que impliquen movimiento, creatividad, pasión.
Es entonces desde un presente completo, vivo y también angustiante, que mañana tengamos un anclaje más amigable en el pasado.
Un pasado conciliable con el presente, con nosotros, con los demás.
Más fácil de ser visitado.
Un pretérito que sea digno de recordar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario