Mi primer casa y domicilio, que rubricaron el documento de
identidad, está en Blaquier. Guardo muchos recuerdos de esa época. Una
casa con buena parte de sus paredes desmontables y otro tanto con
ladrillos. Tenía además una planta de guindas, un lavadero externo,
garaje, parrilla y hasta una pileta, cuya terminación era tan abrasiva
que había que manejar la frecuencia de inmersiones para no acabar con la
planta de los pies desollada. Entre Enero y Febrero de 1981 ocurrió la
primer mudanza, a una casa más cómoda y espaciosa, que tenía como
principal atractivo encontrarse justo enfrente de la escuela, una
ventaja comparativa frente a mis compañeros, que me permitía estirar la
sobremesa hasta un minuto antes de que suene la tan inesperada campana.
Esa vivienda, lugar donde viven mis padres actualmente, me acompañó
hasta acabar con la escuela primaria. Con esta vivienda culmina una
etapa y comienza otra. Donde acaban mis estudios primarios y donde
empieza mi itinerario fuera de Blaquier.
Año 1988, un sistema de
pensiones con estadías semanales, quincenales o mensuales en Ameghino,
lugar donde asistí al colegio secundario. La primera de dos, es en lo de
Alcira, una mujer que tras haber quedado viuda se volcó a alojar
estudiantes del secundario en su casa. Nunca vi fumar tanto a alguien
como a Alcira. La visibilidad en la cocina era realmente reducida.
Llegamos a ser diez viviendo en una casa con tres dormitorios. Había una
frecuencia de duchas pre-establecida digna de unos rusos en una misión
al espacio. Alcira tenía una mano para la comida que hasta el día de hoy
trato de olvidar en vano. El año 1991 es el que marcaría cierta
inflexión y donde le hice un planteo serio a mi vieja acerca de irme de
ese lugar que no permitía la entrada después de las veintitrés horas. Y
ahí apareció Gladys, madre de un amigo, y de una tropilla de salvajes,
que tenía una cintura formidable para llevar adelante unos adolescentes
pueblerinos que mostraban los primeros dientes de una edad sumamente
complicada. Nos cocinaba lo que queríamos, nos dio la llave de su casa y
además tenía un kiosco donde compré las primeras cervezas de mi vida.
En Febrero de 1993 ocurre uno de los grandes cambios en mi vida, me voy
a vivir al 2º “F”, Nº 663 de la calle 50, en la ciudad de La Plata.
Toda una revolución para alguien que no conocía un ascensor, un portero
eléctrico y no se había subido jamás a un colectivo. El departamento era
un espanto, solo conseguías ver el estado del cielo con un sistema de
espejos y contábamos además con un régimen de “vecinos en alerta” que
hacía complicada la estadía de estudiantes. El edificio era un buen
lugar si lo aceptabas como algo concebido para parejas gordas tanto o
más paganas que una manada de osos panda. Fue en ese departamento donde
presencié la mayor invasión de cucarachas de mi vida. Las había negras,
rojas, toda la gama del marrón y una pequeña facción de albinas.
Caminaban por las paredes, por la heladera, por las hornallas, estaban
en la cama, incluso volaban. En el año siguiente, 1994, y debido a unos
conflictos con la logística habitacional, se hizo necesario irme a
vivir a Ensenada. Una vivienda humilde clavada en la humedad del verano
petroquímico, donde pasé una de las mejores estancias de mi vida con mi
amigo -el ingles Moyano- un tipo que fiel a su esencia pasó por este
mundo dejando mucho, pese a no tener absolutamente nada. En Marzo del
mismo año logré mudarme a un departamento de la calle 13, entre 35 y 36,
de la ciudad de La Plata. Pasillo largo, al fondo, tres departamentos
arriba y cuatro abajo, patio amplio, mucha maceta, mucha planta, muchos
gatos y unos injertos edilicios que ofendían de muerte a la ética
arquitectónica de todo ser vivo con capacidad de visión. Las mayores
hambrunas corresponden a este domicilio ocasional, sin dudas. Días y
días comiendo azúcar quemado, arroz hervido, arroz hervido y frito, maíz
inflado, maíz inflado y frito, y así hasta llegar de nuevo hasta el
azúcar quemado. Un desastre. Luego de dos años en esta covacha surge la
posibilidad de mudarme, y entonces inauguro el año 1996 en una casa
hermosa en la calle 47 Nº 1224. Garaje, patio, lavadero, dos
dormitorios, lugar para estudiar, para hacer asados. Hasta perro
teníamos. Este fue el mayor centro de reuniones que tuvimos con todo mi
grupo de amigos y donde más tiempo permanecí. Es aquí donde se dieron
esas fiestas universitarias de poco presupuesto pero colmadas de almas
en pena en busca de alcohol gratis. Fue en este lugar donde
prácticamente cociné mi carrera. Luego, en el año 2002 se desarma el
grupo y me voy a vivir a un departamento a la calle 55, a la altura de
calle 8, quinto piso. Me recibo en ese lugar, cerrando definitivamente
una etapa larga y dura y repleta de desafíos absurdos pero que tuvieron
un final feliz.
El 15 de Noviembre de 2003 empiezo a trabajar en
Plottier, en una chacra de frambuesas. Diez hectáreas de fruta fina que
supe recorrer metro a metro durante once horas al día, pensando en que
consistiría esto de trabajar de la profesión. Todavía tengo la misma
incógnita. Como la chacra quedaba a diez kilómetros de la calle Bachman
al 250 donde vivía, tenía que buscar el camino más corto y resguardado
del viento para poder llegar. Y eso fue lo que pasó. Me iba por unos
senderos muy estrechos, acariciado por los sauces, hasta que llegaba a
un canal de riego cementado que tenía que atravesar haciendo equilibrio
por arriba de unos palos y con la bicicleta en la mano. El canal tendría
unos cuatro metros de ancho por tres de profundidad, el agua circulaba a
una velocidad ensordecedora, y yo evidentemente tenía un valor que hoy
me pregunto dónde ha ido a parar.
No es hasta el 3 de Enero del
año 2005 que ocurre el próximo cambio en mi zona de asiento. Todo
producto de mi incorporación como un simple obrero al rubro de la
fruticultura. General Roca, calle Tucumán entre Misiones y Kennedy. Una
casa con tres dormitorios, cocina comedor, lavadero. Detonada. Uno de
los dormitorios no tenía ventanas y todo el edificio compartía la
condición de paredes deterioradas, lo que hacía necesario colocar mi
cama, o más bien mi colchón, en el centro de la habitación para evitar
despertar cubierto de escombros. No tenía almohada, ni mesa, ni sillas,
ni cocina, ni heladera, ni televisor, ni espejo en el baño. Me afeitaba
mirándome en el reverso de un CD. Tenía, eso sí, unos vecinos tatuadores
colmados de los más exquisitos excesos, lo que hacía de ese oscuro
vecindario un lugar bastante circulado y pintoresco. Al cabo de un par
de meses los vecinos fueron expulsados por el consorcio, si es que así
se puede llamar a los traficantes de catacumbas, y me dispuse a mudarme.
Agosto del mismo año, departamento al fondo en calle Río Negro y La
Plata. Mucho mejor, volvieron las juntadas, la guitarra, las aventuras
mas lindas y además me quedaba cerca del trabajo. El lugar sin embargo
dejaba mucho que desear para todo aquel que no tenga la cuestión
relativa por el suelo, y ese era yo. Así que nuevamente me mudé.
Invierno del 2007, Calle Rohde entre Maipú y Don Bosco. Otra vez una
casa como la gente. Hermosa. Fue un año de reuniones, cenas marcianas
con amigos, grupos de música tocando, gente amiga y no tanto. Un año
politóxico. Se impone una nueva mudanza. Al año siguiente, 2008 me voy a
la Calle Rohde y Kennedy. Un departamento minúsculo, más fácil de
ensuciar que de limpiar. El tamaño no admite juntadas masivas pero si
profusas y escalonadas, por lo que se resuelve esta última modalidad. No
estuvo mal, pero al cabo de dos años me mudo nuevamente. Fue así que en
el 2010 me voy a la calle 143 altura 2479. No fue una buena experiencia
y los ataques de pánico que venían socavando mi condición hicieron
trunca la experiencia en ese sitio. No llegué a abrir todas las cajas
que se terminaron yendo como vinieron.
En el invierno del 2010
me mudo a la calle Cipolletti donde aún persisto. Se han dado cosas muy
lindas en este lugar y creo que lo adoptaré definitivamente. Solo guardo
la esperanza de otra mudanza, ya no individualmente, sino como bloque
familiar, a nuestras tan amadas montañas de Meliquina.
Algo me dice que va a ser posible.