lunes, 31 de julio de 2017

Vidas flotantes



Hace unos años trabajando en el puerto SAE me tocó subir a un barco. Un barco ruso. Yo subí como empleado del SENASA y mi trabajo consistía en revisar que los residuos estén en el lugar indicado, mirar la cocina, el depósito de mercadería y alguna otra cosa que no recuerdo. Subíamos con un representante de la Agencia Marítima, que son quienes se responsabilizan por la tripulación mientras el buque esté atado al continente. También subía un policía para acompañarnos, alguien que seguramente rogaba para que no salga nada mal, porque nadie mejor que él para saber que un uniformado con un arma no era para nada suficiente si pretendía poner en orden a esos Montes Urales de carne que eran estos rusos. El que nos recibía muy amablemente era el capitán del barco. A mí si hay algo que jamás me interesó es aprender inglés, no entiendo nada. Imagínense entonces la comprensión del monólogo en inglés brindado por un ruso. Lo que sigue es una oda a los manuales de sobornos. El capitán nos recibía con comida, gaseosas, vodka y además nos regalaba botellas para llevar y cartones de cigarros. Todo en un ambiente muy agradable del camarote más elegante de la embarcación. El de la Agencia Marítima era el único que hablaba inglés pero no podía pronunciar nada porque tenía la boca demasiado ocupada fagocitando unos salamines de una procedencia improbable. El policía que manejaba el idioma como yo, no emitía palabras. Solo en fugaces intervenciones para pedir otra lata de gaseosa. Nunca vi tomar tantas latas de gaseosas en tan poco tiempo. Y yo no dejaba de pensar en la escalera por la que tenía que bajar. Una tabla con unas maderitas clavadas para no resbalar que tenía una inclinación casi vertical. Y entre el muelle y el barco, el agua. No es fácil transitar por esa rampa sabiendo que si te caes te morís, y en el caso mío puede suceder incluso antes de mojarme. La cuestión es que yo no me caí ni me morí, el policía metabolizó perfectamente la bebida y el empleado de la Agencia vivió para jubilarse.
Ya no subo a los barcos ni por trabajo ni por diversión, pero a menudo pienso en esas personas de mirada perdida, que pasan su vida en esas bestias de acero llevando y trayendo mercaderías de contra estación por sueldos bajísimos y que siempre se van del mismo modo.
Perdiéndose en el infinito del olvido.

Los vendedores de zapallos

Me comentó acerca de la posibilidad de dedicarle menos horas a sus broncas, a sus detractores, a sus dolencias.
De emular en sus pensamientos matinales al lienzo que en la arena deja el mar en retirada.
Volcarse de lleno a todas esas cosas que despiertan una admiración infinita.
Los artesanos del mimbre.
Los ingenieros de la hojalata.
Las roscas izquierdas, las estacas del sauce, las colecciones numismáticas, los arboles que con su desnudez enfrentan la adversidad del invierno.
El olor de las enciclopedias, el ajado de la correspondencia celosamente guardada.
Los cariopses, las cipselas, las drupas y los hesperidios.
La tierra de diatomeas, las arcillas expandibles, los suelos oxidados.
Los lantánidos, los actínidos.
Colores primarios, rabdomancia, fauna ictícola y calendarios lunares.
El caucho, el teflón, la glicerina.
Damasco, Ulán Bator, Tombuctú.
Los ermitaños de las festividades.
El petricor, los enveros, las serendipias.
La carpintería de encastres.
Los vendedores de zapallos.
La vida mientras.
La pasión aún.
La angustia no obstante.
El amor también.

Itinerancia

Mi primer casa y domicilio, que rubricaron el documento de identidad, está en Blaquier. Guardo muchos recuerdos de esa época. Una casa con buena parte de sus paredes desmontables y otro tanto con ladrillos. Tenía además una planta de guindas, un lavadero externo, garaje, parrilla y hasta una pileta, cuya terminación era tan abrasiva que había que manejar la frecuencia de inmersiones para no acabar con la planta de los pies desollada. Entre Enero y Febrero de 1981 ocurrió la primer mudanza, a una casa más cómoda y espaciosa, que tenía como principal atractivo encontrarse justo enfrente de la escuela, una ventaja comparativa frente a mis compañeros, que me permitía estirar la sobremesa hasta un minuto antes de que suene la tan inesperada campana. Esa vivienda, lugar donde viven mis padres actualmente, me acompañó hasta acabar con la escuela primaria. Con esta vivienda culmina una etapa y comienza otra. Donde acaban mis estudios primarios y donde empieza mi itinerario fuera de Blaquier.
Año 1988, un sistema de pensiones con estadías semanales, quincenales o mensuales en Ameghino, lugar donde asistí al colegio secundario. La primera de dos, es en lo de Alcira, una mujer que tras haber quedado viuda se volcó a alojar estudiantes del secundario en su casa. Nunca vi fumar tanto a alguien como a Alcira. La visibilidad en la cocina era realmente reducida. Llegamos a ser diez viviendo en una casa con tres dormitorios. Había una frecuencia de duchas pre-establecida digna de unos rusos en una misión al espacio. Alcira tenía una mano para la comida que hasta el día de hoy trato de olvidar en vano. El año 1991 es el que marcaría cierta inflexión y donde le hice un planteo serio a mi vieja acerca de irme de ese lugar que no permitía la entrada después de las veintitrés horas. Y ahí apareció Gladys, madre de un amigo, y de una tropilla de salvajes, que tenía una cintura formidable para llevar adelante unos adolescentes pueblerinos que mostraban los primeros dientes de una edad sumamente complicada. Nos cocinaba lo que queríamos, nos dio la llave de su casa y además tenía un kiosco donde compré las primeras cervezas de mi vida.
En Febrero de 1993 ocurre uno de los grandes cambios en mi vida, me voy a vivir al 2º “F”, Nº 663 de la calle 50, en la ciudad de La Plata. Toda una revolución para alguien que no conocía un ascensor, un portero eléctrico y no se había subido jamás a un colectivo. El departamento era un espanto, solo conseguías ver el estado del cielo con un sistema de espejos y contábamos además con un régimen de “vecinos en alerta” que hacía complicada la estadía de estudiantes. El edificio era un buen lugar si lo aceptabas como algo concebido para parejas gordas tanto o más paganas que una manada de osos panda. Fue en ese departamento donde presencié la mayor invasión de cucarachas de mi vida. Las había negras, rojas, toda la gama del marrón y una pequeña facción de albinas. Caminaban por las paredes, por la heladera, por las hornallas, estaban en la cama, incluso volaban. En el año siguiente, 1994, y debido a unos conflictos con la logística habitacional, se hizo necesario irme a vivir a Ensenada. Una vivienda humilde clavada en la humedad del verano petroquímico, donde pasé una de las mejores estancias de mi vida con mi amigo -el ingles Moyano- un tipo que fiel a su esencia pasó por este mundo dejando mucho, pese a no tener absolutamente nada. En Marzo del mismo año logré mudarme a un departamento de la calle 13, entre 35 y 36, de la ciudad de La Plata. Pasillo largo, al fondo, tres departamentos arriba y cuatro abajo, patio amplio, mucha maceta, mucha planta, muchos gatos y unos injertos edilicios que ofendían de muerte a la ética arquitectónica de todo ser vivo con capacidad de visión. Las mayores hambrunas corresponden a este domicilio ocasional, sin dudas. Días y días comiendo azúcar quemado, arroz hervido, arroz hervido y frito, maíz inflado, maíz inflado y frito, y así hasta llegar de nuevo hasta el azúcar quemado. Un desastre. Luego de dos años en esta covacha surge la posibilidad de mudarme, y entonces inauguro el año 1996 en una casa hermosa en la calle 47 Nº 1224. Garaje, patio, lavadero, dos dormitorios, lugar para estudiar, para hacer asados. Hasta perro teníamos. Este fue el mayor centro de reuniones que tuvimos con todo mi grupo de amigos y donde más tiempo permanecí. Es aquí donde se dieron esas fiestas universitarias de poco presupuesto pero colmadas de almas en pena en busca de alcohol gratis. Fue en este lugar donde prácticamente cociné mi carrera. Luego, en el año 2002 se desarma el grupo y me voy a vivir a un departamento a la calle 55, a la altura de calle 8, quinto piso. Me recibo en ese lugar, cerrando definitivamente una etapa larga y dura y repleta de desafíos absurdos pero que tuvieron un final feliz.
El 15 de Noviembre de 2003 empiezo a trabajar en Plottier, en una chacra de frambuesas. Diez hectáreas de fruta fina que supe recorrer metro a metro durante once horas al día, pensando en que consistiría esto de trabajar de la profesión. Todavía tengo la misma incógnita. Como la chacra quedaba a diez kilómetros de la calle Bachman al 250 donde vivía, tenía que buscar el camino más corto y resguardado del viento para poder llegar. Y eso fue lo que pasó. Me iba por unos senderos muy estrechos, acariciado por los sauces, hasta que llegaba a un canal de riego cementado que tenía que atravesar haciendo equilibrio por arriba de unos palos y con la bicicleta en la mano. El canal tendría unos cuatro metros de ancho por tres de profundidad, el agua circulaba a una velocidad ensordecedora, y yo evidentemente tenía un valor que hoy me pregunto dónde ha ido a parar.
No es hasta el 3 de Enero del año 2005 que ocurre el próximo cambio en mi zona de asiento. Todo producto de mi incorporación como un simple obrero al rubro de la fruticultura. General Roca, calle Tucumán entre Misiones y Kennedy. Una casa con tres dormitorios, cocina comedor, lavadero. Detonada. Uno de los dormitorios no tenía ventanas y todo el edificio compartía la condición de paredes deterioradas, lo que hacía necesario colocar mi cama, o más bien mi colchón, en el centro de la habitación para evitar despertar cubierto de escombros. No tenía almohada, ni mesa, ni sillas, ni cocina, ni heladera, ni televisor, ni espejo en el baño. Me afeitaba mirándome en el reverso de un CD. Tenía, eso sí, unos vecinos tatuadores colmados de los más exquisitos excesos, lo que hacía de ese oscuro vecindario un lugar bastante circulado y pintoresco. Al cabo de un par de meses los vecinos fueron expulsados por el consorcio, si es que así se puede llamar a los traficantes de catacumbas, y me dispuse a mudarme. Agosto del mismo año, departamento al fondo en calle Río Negro y La Plata. Mucho mejor, volvieron las juntadas, la guitarra, las aventuras mas lindas y además me quedaba cerca del trabajo. El lugar sin embargo dejaba mucho que desear para todo aquel que no tenga la cuestión relativa por el suelo, y ese era yo. Así que nuevamente me mudé. Invierno del 2007, Calle Rohde entre Maipú y Don Bosco. Otra vez una casa como la gente. Hermosa. Fue un año de reuniones, cenas marcianas con amigos, grupos de música tocando, gente amiga y no tanto. Un año politóxico. Se impone una nueva mudanza. Al año siguiente, 2008 me voy a la Calle Rohde y Kennedy. Un departamento minúsculo, más fácil de ensuciar que de limpiar. El tamaño no admite juntadas masivas pero si profusas y escalonadas, por lo que se resuelve esta última modalidad. No estuvo mal, pero al cabo de dos años me mudo nuevamente. Fue así que en el 2010 me voy a la calle 143 altura 2479. No fue una buena experiencia y los ataques de pánico que venían socavando mi condición hicieron trunca la experiencia en ese sitio. No llegué a abrir todas las cajas que se terminaron yendo como vinieron.
En el invierno del 2010 me mudo a la calle Cipolletti donde aún persisto. Se han dado cosas muy lindas en este lugar y creo que lo adoptaré definitivamente. Solo guardo la esperanza de otra mudanza, ya no individualmente, sino como bloque familiar, a nuestras tan amadas montañas de Meliquina.
Algo me dice que va a ser posible.

Tiempo

El tiempo es como el fuego. Un fuego que se alimenta del presente y de este modo lo convierte en cenizas del pasado. Un fuego cada vez más grande y que lo engulle todo, cada minuto con más intensidad que el anterior, colocándonos en la perspectiva de que cada año pasa más rápido. Algo perceptible cuando la arena del cubículo inferior del reloj comienza a ser mayoría. Es entonces cuando el fuego se desata y se vuelve descontrolado. Pero no todo es incinerado, pues nos queda la memoria.
Días soleados de invierno con la manga llena de mocos, feriados viajando en el coche, el olor de la estufa a kerosene. La añoranza no da tregua y nos trae al pasado arregladito y perfumado. Una pequeña trampa reside en todo esto. Porque lo que uno extraña no son los acontecimientos puntuales, sino el tiempo en que esos acontecimientos ocurrieron. La complejidad de ser niño, de estar atento a todo, de no parar de soñar, del cuerpo que no duele: de la juventud en sí. El deseo imperioso de volver a ser joven se disfraza de nostalgia y nos sumerge en la abstinencia de momentos pasados. En cuanto al futuro puedo decir que ya no me interesa. Solo puedo llegar a él con preconceptos. Me he pasado la vida ejerciendo el preconcepto, y al final, ya tarde, uno se da cuenta que eso no sirve para nada. Por el presente, creo que he aprendido a valorarlo un poco más. A partir de darme cuenta que en unos años acusaré melancolía por volver a los días que hoy vivo, he logrado disfrutar el momento que atravieso con mayor plenitud. Sacarle más provecho, hacer más cosas que me gustan, que impliquen movimiento, creatividad, pasión.
Es entonces desde un presente completo, vivo y también angustiante, que mañana tengamos un anclaje más amigable en el pasado.
Un pasado conciliable con el presente, con nosotros, con los demás.
Más fácil de ser visitado.
Un pretérito que sea digno de recordar.

jueves, 6 de julio de 2017

Frambuesas

Cuando vine a la Patagonia, hace ya unos quince años, lo hice en la zona de Plottier, a unos veinte kilómetros de la capital neuquina. No traía mucho, un ropaje maltratado y las ansias de aplicar una carrera que con tanto sacrificio había logrado meter debajo del brazo. Fue así que empecé a trabajar en una chacra que quedaba cerca del río y que producía exclusivamente frutas finas, esto es, frambuesas, moras, arándanos, etc. El establecimiento estaba a unos diez kilómetros de mi residencia y el medio de locomoción consistía en una bicicleta, que tras sendos ensambles, había sufrido los más profundos exabruptos en conceptos de aerodinamia. Tracción a sangre que le dicen, un sistema ampliamente detestado por mi grupo y factor, debido a la poca resistencia a cuestiones aeróbicas, dificultad para respirar y agotamiento prematuro. Todo en un lugar gobernado por el viento en contra. Soy un claro sobreviviente de una Selección Natural intervenida por la mano del hombre. El trabajo, de una remuneración poco más que miserable, consistía en recibir la fruta de las mujeres que la cosechaban, pesarla, clasificarla por especie y variedad, sacar alguna estadística elemental y meterla en frío. Un procedimiento bastante rudimentario para alguien con una pedantería propia de la edad y que además había sido forjado a fuego lento en la escuela de los “agrotóxicos” como herramienta insignia durante su paso por la Universidad.
Guardo nostalgia de esos días de frutas finas, aunque puedo estar confundiéndome con las ganas de volver a tener esa edad. No lo sé. Solo sé que en determinadas ocasiones y sin ánimo de abusar del fenómeno, le robo una frambuesa a mi hijo y en connivencia con el paladar, regreso a ese lugar. Son solo unos segundos, y tras alguna interrupción del dueño de la frambuesa que me “pica el boleto”, estoy feliz de encontrarme nuevamente por acá.

Ensenada

Cuando me fui a La Plata a estudiar, allá por el año 1993, lo hice con tres amigos del secundario en un departamento bastante feo, pero con el encanto de estar a media cuadra de la peatonal. Al cabo de un año me había quedado solo y entonces apareció la figura de la mudanza como única opción. Eran otros tiempos y mi vieja se encargaba de todo, caminando de punta a punta la ciudad para conseguir los fletes, el espacio donde dejar las cosas hasta encontrar un lugar donde vivir, trámites inmobiliarios, etcétera. Todo con esas piernas mutiladas por las várices, producto de parir y criar cuatro hijos varones. Fue así que logró ubicarme durante los primeros meses del siguiente año, de forma provisoria, en la casa de un amigo de la familia que vivía en Ensenada. Enrique, así se llamaba el anfitrión, vivía atrás de la cancha de Cambaceres, uno de los barrios de viviendas sociales más viejos y humildes de la ciudad. Corrían los primeros años del decenio neoliberal y la miseria que reinaba era realmente espantosa. A dos casas de distancia de la que me alojaba vivía un tipo que tenía varios hijos, no recuerdo su nombre, si su cara, con unos ojos verdes enormes, circundados por una esclerótida abusada de derrames, producto de un severo alcoholismo. Dos o tres veces por día mandaba a uno de sus hijos a preguntar la hora porque en su casa no tenían reloj. Enrique trabajaba en Astilleros Río Santiago, uno de los sitios más sindicalizados del planeta y tenía como amigo inseparable a un tal Pacheco, un peronista y delegado gremial del astillero, que tenía un Falcon y entre las butacas llevaba siempre una botella de whisky. Sin el Falcon y sin el whisky Pacheco no iba a ninguna parte. Todo musicalizado con un vozarrón tallado a fuerza de devorar cigarros compulsivamente, donde cualquier comparación exagerada seguramente le queda chica y muy. Los fines de semana aplacábamos el calor a puro río y camalote en el paraíso ribereño de Punta Lara. Fueron días de peronismo y Che Guevara, vino tinto y Parisienes, con niveles alcohólicos en sangre equiparables a una cerveza liviana, donde pude comprender el verdadero significado del término “solidaridad”, de la mismísima mano de esas personas que teniendo muy poco, lo daban todo. No me alcanzarán las horas en este mundo para agradecer el incidente que me exilió en Ensenada.
Yo tenía dieciocho años, y en ese momento pude comprender que la vida ya no sería como me la habían contado.