Cuando vine a la Patagonia, hace ya unos quince
años, lo hice en la zona de Plottier, a unos veinte kilómetros de la
capital neuquina. No traía mucho, un ropaje maltratado y las ansias de
aplicar una carrera que con tanto sacrificio había logrado meter debajo
del brazo. Fue así que empecé a trabajar en una chacra que quedaba cerca
del río y que producía exclusivamente frutas finas, esto es,
frambuesas, moras, arándanos, etc. El establecimiento estaba a unos diez
kilómetros de mi residencia y el medio
de locomoción consistía en una bicicleta, que tras sendos ensambles,
había sufrido los más profundos exabruptos en conceptos de aerodinamia.
Tracción a sangre que le dicen, un sistema ampliamente detestado por mi
grupo y factor, debido a la poca resistencia a cuestiones aeróbicas,
dificultad para respirar y agotamiento prematuro. Todo en un lugar
gobernado por el viento en contra. Soy un claro sobreviviente de una
Selección Natural intervenida por la mano del hombre. El trabajo, de una
remuneración poco más que miserable, consistía en recibir la fruta de
las mujeres que la cosechaban, pesarla, clasificarla por especie y
variedad, sacar alguna estadística elemental y meterla en frío. Un
procedimiento bastante rudimentario para alguien con una pedantería
propia de la edad y que además había sido forjado a fuego lento en la
escuela de los “agrotóxicos” como herramienta insignia durante su paso
por la Universidad.
Guardo nostalgia de esos días de frutas finas,
aunque puedo estar confundiéndome con las ganas de volver a tener esa
edad. No lo sé. Solo sé que en determinadas ocasiones y sin ánimo de
abusar del fenómeno, le robo una frambuesa a mi hijo y en connivencia
con el paladar, regreso a ese lugar. Son solo unos segundos, y tras
alguna interrupción del dueño de la frambuesa que me “pica el boleto”,
estoy feliz de encontrarme nuevamente por acá.
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