jueves, 6 de julio de 2017

Frambuesas

Cuando vine a la Patagonia, hace ya unos quince años, lo hice en la zona de Plottier, a unos veinte kilómetros de la capital neuquina. No traía mucho, un ropaje maltratado y las ansias de aplicar una carrera que con tanto sacrificio había logrado meter debajo del brazo. Fue así que empecé a trabajar en una chacra que quedaba cerca del río y que producía exclusivamente frutas finas, esto es, frambuesas, moras, arándanos, etc. El establecimiento estaba a unos diez kilómetros de mi residencia y el medio de locomoción consistía en una bicicleta, que tras sendos ensambles, había sufrido los más profundos exabruptos en conceptos de aerodinamia. Tracción a sangre que le dicen, un sistema ampliamente detestado por mi grupo y factor, debido a la poca resistencia a cuestiones aeróbicas, dificultad para respirar y agotamiento prematuro. Todo en un lugar gobernado por el viento en contra. Soy un claro sobreviviente de una Selección Natural intervenida por la mano del hombre. El trabajo, de una remuneración poco más que miserable, consistía en recibir la fruta de las mujeres que la cosechaban, pesarla, clasificarla por especie y variedad, sacar alguna estadística elemental y meterla en frío. Un procedimiento bastante rudimentario para alguien con una pedantería propia de la edad y que además había sido forjado a fuego lento en la escuela de los “agrotóxicos” como herramienta insignia durante su paso por la Universidad.
Guardo nostalgia de esos días de frutas finas, aunque puedo estar confundiéndome con las ganas de volver a tener esa edad. No lo sé. Solo sé que en determinadas ocasiones y sin ánimo de abusar del fenómeno, le robo una frambuesa a mi hijo y en connivencia con el paladar, regreso a ese lugar. Son solo unos segundos, y tras alguna interrupción del dueño de la frambuesa que me “pica el boleto”, estoy feliz de encontrarme nuevamente por acá.

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