martes, 17 de octubre de 2017

Felicidad



Entre diciembre de 2002 y noviembre de 2003 viví mi último período en Blaquier. Fue una etapa comprendida entre el fin de mi vida universitaria y lo que sería mi éxodo al sur. Un año hermoso del que recuerdo cada detalle. Particularmente tengo una canción que tras darle comienzo se convierte en el pasaporte inevitable hacia esos días. Esas noches en que me encuentro conmigo mismo penetro en ese portal del tiempo y me dejo llevar, solo tengo la precaución de no abusar del fenómeno a los fines de no acabar con este pequeño milagro. Blaquier es un pueblo de unos seiscientos habitantes y en ese momento contaba con no menos de media docena de bares. Bares de pueblo a los que no asisten mujeres y constituyen un precioso vergel en el universo de las cuestiones machistas. Tomábamos vino malo. Tan malo que se hacía inevitable beberlo frío y con un suplemento de soda. No es falso el mito que a los vasos había que lavarlos en la mayor brevedad posible, ya que de permanecer demasiado tiempo, teñía el cristal al punto de tener que descartarlos. Fue en uno de esos bares donde pasada la media noche y por televisión, presencié una de las mayores atrocidades llevadas adelante por el cocainómano que presidía al país del norte. Llevo las imágenes de la hora cero en que la artillería aérea estadounidense hizo impacto sobre la población civil de Bagdad y nosotros, el resto del mundo, hicimos oídos flacos y vista gorda. Pero no es ésta la intención de escribir sobre el destino de los países con subsuelos plagados de hidrocarburos, sino recordar ese año en especial. Todos los meses recorríamos con mi hermano Mariano los establecimientos rurales de la zona en busca de un trabajo y agradezco tanto el hecho de no haber recibido una sola respuesta positiva como pocas cosas en la vida. Una de las causas de tal agradecimiento es el haber podido anclarme en la Patagonia, un sitio adoptivo en el que viviré hasta mi último día profundamente enamorado. El otro, es colocar a mi pueblo en un lugar de esporádicas visitas en el que las implicancias horarias, calendarios y obligaciones, no tienen posibilidad alguna de hacer mella en los días en que allí me encuentro. Nada de esto fue planeado por lo que añade, si es que se puede, una cuota extra de belleza en todo esto. Blaquier está como más me gusta: lluvioso, embarrado, fresco y aburrido. Mañana vuelvo a Río Negro, en un año a más tardar y como dicen las canciones, estaré volviendo al pago.
Quería de algún modo dejar constancia de estos sucesos sumamente extraños en mi vida que constituyen los estados de felicidad.

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