miércoles, 16 de mayo de 2018

Interruptores

Los mayores recuerdos de mi infancia pertenecen a la casa en que viví desde los cinco hasta los doce años, momento en que me fui a estudiar a una ciudad vecina por la inexistencia de un colegio secundario en mi pueblo natal. Casi todo pertenece a esa etapa. Mis expediciones por el mundo de una incipiente química inorgánica, los tan frecuentes circuitos eléctricos, la matanza indiscriminada de aves con una gomera o rifles de aire comprimido, las excursiones a la pesca del bagre en las aguas estancadas de las depresiones de la cuenca del salado y hasta mis más completos fracasos en cada incursión a los deportes que por ese entonces se practicaban. Un museo personal de objetos intangibles celosamente guardados y libres de polvo, en condiciones que demandan mantenimiento y, por qué no, esbozan cierto orgullo. Mi madre trabajaba en una escuela rural en la que los siete grados estaban a su cargo y en un recinto que no excedía las dimensiones ni las fortalezas de una vivienda precaria. Por la mañana siempre tuvimos una empleada que nos despertaba, nos preparaba el desayuno, el almuerzo y todo lo necesario para que cuatro hermanos varones no sucumbieran ante las inclemencias de alguna tragedia doméstica. Por la tarde mi mamá se liberaba del colegio y se encargaba de la tropilla de salvajes que tenía por hijos. Mi padre trabajó siempre de carnicero, por lo que en la heladera abundaban chuletas, rabos, sesos, bifes de hígado y escaseaba hasta la simpleza botánica de una hoja de lechuga. Pese a ser carnicero, nunca vi a mi padre cocinar. Ni hacer un asado, ni cascar un huevo, ni pelar una cebolla. Creo que no debe saber cómo se hace un pan. Y supo trasladar este comportamiento a los demás sectores de la organización de una familia: nunca cambió un pañal, nunca nos llevó al colegio, nunca nos bañó, nunca jugó a nada con nosotros. Un delicioso bocadillo para los tiempos que corren. Cuando en mi casa se quemaba una luz había que llamar al electricista. Si una gotera se ensañaba con una canilla, el plomero se encargaba. Cuando una silla se aflojaba, nos mecíamos en la posibilidad de una buena caída hasta que el carpintero se hacía de un tiempo para repararla. Una vez, en la madrugada de un viaje que solo hicimos él y yo, me preparó el desayuno y lo sirvió en la misma taza en que lo calentó, el resultado todavía es recordado por mis labios. Creo que todos sus hijos hemos advertido la dificultad que vivíamos cuando algo se rompía o dejaba de funcionar y en cierto modo hemos sido favorecidos. De alguna forma todos sabemos cocinar, cultivar, subsanar inconvenientes eléctricos, de construcción, de jardinería, etc. Todavía recuerdo la potencia de la sensación, con apenas diez años, de cambiar un interruptor de luz dañando. No solo me estaba independizando de la lista de espera del técnico del lugar, sino que estaba además haciendo cosas que mi padre no podía. Siempre le adjudiqué la lejanía que entre él y nosotros había, a la gran diferencia de edad. Cuando yo nací él tenía treinta y ocho años, dos meses y quince días. No digo que haya sido un mal padre, pero sostengo que con poco lo hubiera hecho mucho mejor. Por años me dije que de tener hijos lo haría de joven, evitando el gran salto etáreo que entre mi viejo y yo hubo. Con el tiempo la vida da tantas vueltas que te das cuenta que es imposible armar las cosas a tu antojo. Planes basados en pura soberbia adolescente combinada con ignorancia y pedantería. Cuando cumplí treinta y ocho años y tres meses vino a nuestras vidas mi segundo hijo: Vicente. Un francotirador en cuestiones de fecundidad con la capa del karma cabalgando a mi lado. Quince días de diferencia con los treinta y ocho años de edad que me habia espantado toda la vida. Sin nada que hacer -como padre- con el intervalo de tiempo, trato de estar atento a lo que tanto despotriqué -como hijo- y le doy más de cien besos al día.
De algún modo siento la potencia de reparar interruptores.

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