El día comienza como cualquier otro. Hasta el momento todos
se encuentran aturdidos por una brutal rutina. De pronto una primicia
atraviesa al pueblo. Se expande como el agua en un piso plano buscando
hasta el último recoveco, escurriendo e infiltrando. La gente traslada
su sitio de descanso de la silla de la cocina a la vereda de su casa y
entonces con sus ojos lanzan una intrépida cacería en busca del último
desprevenido. Es en vano, ya todos lo saben.
En el pueblo ha fallecido alguien. Todos traen y llevan, y cuando la
historia parece enfriarse aparecen nuevos detalles. El clima suele
mostrar contemplación en estas fechas, proporcionando atmósferas
diáfanas y vientos suaves o nulos. Entonces el día adopta la forma de un
feriado y de repente todos se encuentran vestidos con ropa destinada a
casamientos o velorios en la casa del finado. Un sinnúmero de gente
compuesta por familiares, amigos, vecinos, confluyen en el lugar. El
desgraciado protagonista yace con la mueca del último minuto en un
féretro situado en el cuarto del matrimonio, con la boca cerrada a
fuerza de pegamento rápido y un improvisado vestuario de gala. A su lado
se escabullen los últimos restos de dignidad. En la misma habitación
unas sillas que inmigraron del comedor alojan fabricas humanas de
llantos y mocos. En una población que solo conoce de gritos y
carcajadas, ver gente hablando suave y a menos de cinco metros de
distancia desconcierta a propios y a ajenos. Los presentes tratan de
encontrarle un sentido al deceso y esgrimen teorías improbables y muy
poco elaboradas. La empresa funeraria ha provisto unos candelabros de
bronce percudido y unas palmas de Honolulu. Todo montado con el
histórico personal a cargo. Personal que junto al cura y los municipales
del cementerio ya han enterrado a más de medio pueblo. El lugar puede
dividirse mediante anillos concéntricos de demostraciones de dolor, que
van desde las inmediaciones del ataúd a las más distendidas zonas de
charla y reflexión. Al día siguiente la familia del occiso experimentará
un nuevo pico de dolor mientras ordena y dispone de las pertenencias,
ahora huérfanas, del fallecido en cuestión. Este último acto constituye
la mayor violación a la intimidad que un ser humano puede padecer.
El finado permanecerá presente en los recuerdos del pueblo el transcurso en que
quienes ejerciten su memoria permanezcan arraigados a este lado del
tiempo.
Luego todo fluirá por la garganta del olvido.
Inexorablemente.
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