sábado, 30 de junio de 2018

Bastilla

Hace ya varios años, cuando recién habían transcurrido unos meses en mi flamante paradero como patagónico, llegué sin querer a un establecimiento que producía tomates, situado a la vera de la ruta que conecta la ciudad de Plottier con Senillosa. Quedaba a mitad de camino de donde, a duras penas, me desempeñaba como Ingeniero Agrónomo. Así que me detuve por un rato. Eran unos productores que se habían asociado, algunos jóvenes y otros ya no, e intentaban producir rompiendo con el molde establecido a base de agrotóxicos de síntesis. Trabajaban la tierra, plantaban, cosechaban y todo lo concerniente a lo que el cultivo demandara, con sus propias manos. Se movían bajo un sombrero de paja y camisas de grafa desprendidas, para de algún modo lograr una tregua con ese averno agrícola que significa trabajar en verano bajo el cielo de plástico de los invernaderos. Los cuerpos mojados, expuestos a más de cincuenta grados centígrados, evaporan el agua de la transpiración y en ese pasaje del líquido al gaseoso, por un efecto singular de la física, la superficie corporal logra bajar su temperatura. La cuestión es que el país había explotado por el aire dos años atrás y estábamos como atontados, de modo que cualquier manera de poder levantar la cabeza era motivo de atención. Y estos tipos, con un buen esquema de organización, unas tierras que pudieron conseguir y unos tomates increíbles, llamaron la atención de toda la zona, incluido el canal de televisión regional. Recuerdo haber visto al notero preguntarle a uno de los trabajadores, a uno de los más viejos del plantel, qué es lo que a él más le interesaba de todo el trabajo que estaban realizando. Lo escueto y veloz de la respuesta me hizo sospechar que el viejo había estado esperando toda su vida por esa pregunta: dejar algo a los que vengan detrás, dijo. Y se terminó la entrevista. Yo que estaba rascando la olla en cuestiones de hacer patria en mi dignidad, casi me caigo sentado. Cargaba por esos días, veintiocho años y llevaba en mi mochila un libro de Galeano y el "Nunca más", para leer durante las interminables tres horas que duraba el receso del mediodía. Ese día no pude leer nada y durante esas tres horas, traté de elaborar una respuesta más compleja y a la altura de la que había escuchado, pero en una situación donde el entrevistado fuera yo. No pude. En la simpleza de esas palabras se resumía todo el anhelo que mi joven cabeza quería escuchar.
Esa tarde tomé los libros y los cargué en la mochila, tomé la bicicleta y me fui a mi casa, tomé muchísimas cervezas y me deleité pensando.
Y esa noche tomé mi propia Bastilla.

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