sábado, 30 de junio de 2018

Trampas

No sé en qué momento sucedió. Pero estoy seguro de ser un contemporáneo a los tiempos en que empezamos a vivir con un completo desprecio el despojo a los elementos que nos rodean. A aceptar con total liviandad que los objetos se conviertan en basura a pocas horas de haberlos adquirido. Quienes definen la obsolescencia, que no son otra cosa que los diseñadores prostituidos por la industria actual, han ido ajustando y reajustando el registro. Siempre para menos, nunca para más. Durante la pieza de museo que constituye mi infancia, aprendí a querer cada artefacto que había en mi casa a tal punto que los guardo intactos en algún lugar de mi memoria. Artefactos que no se descartaban hasta no recibir el diagnóstico fatal, fundado y verosímil del técnico de cabecera. Durante diez años mi vieja, luego de bañarnos, nos secaba el pelo utilizando un secador eléctrico de mano. Una epopeya del diseño. Celeste azulejo, bordes redondeados, mango ergonómico, dos funciones: frío y calor, determinadas por dos interruptores, el negro y el rojo. Cuando se encendía en el modo caliente la resistencia que se alojaba en el trayecto final del aire se ponía incandescente y entonces la magia surtía todo su efecto. Las tazas de plástico en las que tomé todos los cafés con leche de mi vida no superan el número de cuatro. Eran perfectas, lisas por dentro y con una rugosidad externa muy leve, debido a un punteado casi micronésimo, destinado a evitar accidentes en el caso de optar por no tomarlas de sus asas. El material además era indestructible, siempre considerando los golpes que una taza puede recibir en las condiciones de un recinto doméstico. El hecho de no conducir el calor del líquido que alojaba, era una propiedad muy valorada a la hora de confiarle los labios. La tabla de madera en la que los vegetales eran llevados al tamaño adecuado para su preparación, fue sin dudas el miembro más longevo del árbol del cual provino. Ancha, pesada, de un marrón muy oscuro, esquinas suaves y bordes torneados y con un orificio en un extremo para que penda de un clavo. Me recordaba a una lápida de cementerio. Toda la fuente de vitaminas y antioxidantes de mi infancia pasó por esa tabla, y creanme que no exagero. El mate se tomaba con pava, pero para ocasiones especiales, como irnos de viaje, había un termo. Gigante. Una réplica 1:10 de un torpedo militar. Con alma de vidrio doble y vacío en su interior, para minimizar los intercambios de temperatura, y un acabado externo de chapa que llevaba el estampado de unas flores bastante patéticas. En la parte superior poseía un gran botón circular plástico que se presionaba para lograr, mediante un mecanismo de sifón, verter el agua caliente. Entre los materiales que lo componían -vidrio, chapa y plástico- la chapa fue la que le determinó el largo de su vida, empezando su declive con una leve corrosión en la parte inferior hasta oxidarse por completo y volverlo un artefacto realmente peligroso. Aunque quizás no tanto como su réplica diez veces más grande. No hace mucho tiempo que pude ver el cepillo con el que mi cabellera y la de mis hermanos era ordenada cada día. Plástico, color celeste, con fibras blancas y negras de un polímero flexible. Veníamos del peine convencional y en el apuro de peinarnos a todos por la mañana, íbamos saliendo del baño con los ojos lagrimosos de tanto aguantar los agravios a nuestros folículos capilares. No está demás aclarar que luego de unos días el peine alojaba tantos pelos como un mamífero pequeño. Definitivamente ese cepillo vino a facilitarnos las cosas, además de mostrarnos en una etapa muy temprana de la vida el concepto de la dignidad.
Todos estos elementos constituyen un nexo ineludible con el pasado y no sé de qué otro modo lo hubiera resuelto, de no ser por el largo de la vida que los caracterizaba. Cada vez que vuelvo a ese lugar despliego una búsqueda desesperada por encontrarme con algo de todo eso. Casi no queda nada. La casa ha sido vandalizada por quien les habla y algunos de los que la habitamos por aquellos días hemos sufrido un deterioro tan importante que ya no parecemos ser los mismos. Puedo asegurar que es un mecanismo con el que busco -al encontrarme con algún sobreviviente de esa época- convertirme nuevamente en la persona que fui cuando chico.
Seguramente pueda el tiempo continuar su curso implacable y sufrir nosotros la crueldad de dicho curso, lo cierto es que cada vez que logro dar con algún objeto que me une al pasado, logro también por un milisegundo viajar hasta ese sitio.
Porque podrá el tiempo regirse por estrictas e infranqueables leyes universales.
Pero también yo podré tener mis trampas.

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