sábado, 30 de junio de 2018

Disfraz

Hubo un tiempo en que me permití ser otro. Fue algo así como un juego. Resulta que yo había empezado a salir con quien hoy es mi compañera y se había abierto una puerta por la que entró a mi vida muchísima gente nueva. Gente que no conocía en ese momento, muchos de los cuales hoy integran mi prolongada lista de amigos. Entonces, de repente, cuando estábamos en medio de una conversación yo les decía: estoy por publicar un libro de poesía. Era hermoso. Se les desfiguraba el rostro, y por lo menos por un rato centraban su atención en mí. Lo cierto es que no muchas personas tienen la capacidad económica de publicar un libro y menos aún, la valentía de volcar al papel toda esa porquería que en algún momento creen que es genial. Es entonces cuando me calzaba mi disfraz y los dejaba venir de a uno. Explicaba el proceso de inspiración, el camino editorial, los mitos de escribir alcoholizado, etc. Les hablaba desde un lugar que, con seguridad, yo no pertenecía. Detrás de la careta de un intelectual, respondía sus preguntas y me causaba muchísimo placer. Un perfecto voyerista que encontraba en la luz de esa cerradura un tónico para su ego. Y como todo ego, era un ego tonto, idiota, bobo, incapaz de percibir una ironía o de despejar una metáfora. Un ego insostenible en el tiempo, un ego con las horas contadas. Y les hablaba como escribía, creyendo que todo lo complejo y complicado era sinónimo de una literatura de calidad. Por suerte con el tiempo entendí que ese no era, necesariamente, el camino para escribir bien y pude estrellar a ese escritor disfrazado, a toda velocidad contra un árbol. Fue entonces que empecé a escribir con más sencillez, más fluido. Fluido como lo es la sangre y lo es el agua. Comprendí que lo bueno puede provenir de lo simple, que se puede llevar adelante algo grande con una inversión mínima. Y hasta me convertiría en una especie de escritor ecologista, reciclando palabras ordinarias pero ordenándolas de un modo que pueda apreciarse en ellas una cierta carga poética. Cuando por la tarde me dirigía a mi trabajo y empezó a llover la idea de este texto me puse un poco ansioso por no tener a mano un lugar donde escribirlo. Haber llevado una libreta para poder volcar los disparadores hubiera estado bien, porque indefectiblemente después de un tiempo algunos perduran, pero otros se pierden. Al momento de escribir esto, escucho en mi cabeza el percutor de la voz de Casciari y automáticamente estropeo de muerte todos mis intentos de originalidad. La verdad es que hubiera deseado parecerme a Auster o a Oé.
Pero me estaría metiendo nuevamente dentro de aquel disfraz.

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