sábado, 30 de junio de 2018

Sacrificio

Si definimos un “sacrificio” como algo en lo que invertimos mucha energía para dar con su realización, haber estudiado y conseguido el título de Ingeniero Agrónomo fue sin dudas, para mí, un sacrificio muy grande. No intento explayarme en este capítulo con temas referidos a las penurias alimenticias o las extensas huelgas sexuales a la que, a menudo, nos veíamos sometidos, sino solamente al camino cuesta arriba que significó para mí estudiar esa carrera. Hay veces que la falta por completo de control sobre lo que estás haciendo, por quien comanda la solvencia económica de tu vida como estudiante, surte un efecto implacable. Quiero decir, la inexistencia de auditorías por parte de mi vieja, dueña absoluta de la iniciativa para que pueda estudiar, resultó en una presión tan alta que simplemente no me atreví a fallarle. Nunca hasta ese momento había podido percibir de un modo tan abrupto el fin de una etapa y el comienzo de otra. La Universidad es, en lo concerniente al esfuerzo intelectual, algo que impactó frontalmente en mi vida. Para alguien que se debatía entre la superficialidad y la idiotez, como instantáneas de un único paisaje, toparse con la mecánica de fluidos, el reino procariota o las integrales de Barrow, significó un cambio profundo y trascendental. Recuerdo en primer año acudir a los teóricos de Física y mientras el profesor daba su clase, con un guardapolvo blanco y un micrófono colgado al cuello, pensar: ¿habrá alguien que entienda algo de todo esto? Yo no sé en qué momento me fui adaptando y convirtiendo en un universitario más, pero lentamente, y a mis espaldas, la metamorfosis se fue produciendo. En el segundo año por cuestiones ajenas a mi intención, me fui a vivir solo. Fue en ese momento en que me di cuenta que lo complicado se puede complicar aún más, cuando no tenes a nadie cerca. Desaprobar un parcial era motivo suficiente para caer en un pozo. Me despertaba en medio de la noche y me tenía que levantar. Sin televisor ni teléfono e inmerso en la más absoluta soledad, recuerdo que aliviaba mi ansiedad escribiendo cartas. A mis amigos, a mi vieja. Al día siguiente las cosas mejoraban, pero ese año determiné que no volvería a vivir solo nunca más. De ahí en más siempre viví con una familia estudiantil, conformada entre cuatro y seis personas. Todavía recuerdo el padecimiento que me causaba atravesar cada domingo. Un domingo típico comenzaba desayunándome una resaca espantosa, armonizada con el ruido de motores de autos de carrera que mis compañeros de vivienda se deleitaban escuchando. Estaban dos horas mirando una carrera de autos. Luego cambiaban de deporte: fútbol. Eran cinco o seis horas mirando tribunas de estadios que competían conformados por ligas enumeradas con la mitad del alfabeto. No bebían, no comían, solo alentaban, fumaban y se devoraban las uñas que se habían devorado exactamente un domingo atrás. Y cuando parecía que habían tenido suficiente, llegaba la noche y lo miraban por TV, ahora libre de codificaciones. Pasada la media noche abandonaban el recinto común y se dirigían a descansar. Unos sujetos raros. Y ahí quedaba yo. Hoy me permito pensar que todo ese padecimiento dominguero era causa de una soledad de la que por ese día no lograba escapar. Una soledad que se filtraba en la carne y pinchaba en el hueso. Por momentos, ya en medio de la carrera, me detenía a pensar y trataba de proyectar todo lo que tenía por delante. Todo lo que tendría que dejar de lado para derribar esos gigantescos obstáculos que significaban algunas materias. El panorama nunca era optimista. Una vez opté por dejar una materia para el año siguiente. Solo una vez. Economía en cuarto año. Sin embargo, la imagen recurrente que en sueños me visita un par de veces al mes, se aparece en forma de un estudiante abandónico de responsabilidades, que sumergido en los excesos pierde una y otra vez, materia tras materia. Esto último es insoportable. La especialización que mis sueños han experimentado es motivo de estudio. Debido a la frecuencia con la que ocurren y al prolongado tiempo que vienen sucediendo, es que en medio de la pesadilla sospecho que puedo estar soñando. Por lo que me despierto, dentro de ese sueño, y confirmo que la carrera está acabada. Esta vez no estoy soñando -me digo dormido- y entonces todo es un desastre. Es cuando despierto -ahora por segunda vez- también dormido y estrangulo la almohada que adopta la forma de angustia. El proceso sigue ocurriendo de forma ininterrumpida hasta que la hinchazón de mi vejiga, la falta de agua en mi boca o el codo de mi hijo, hacen que fehacientemente pueda volver por estos pagos. Entonces recuerdo el día que hice la llamada número treinta y cuatro, coincidente con la última materia para decirle a mi vieja que se había terminado.
Ese recuerdo constituye el salvoconducto que me une indiscutiblemente con la realidad.
Una realidad que tampoco invita demasiado a permanecer en ella.
Pero para felicidad de mi vieja estoy recibido.

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