domingo, 23 de septiembre de 2018

Palabras

Durante un tiempo, el comprendido entre mi infancia esplendorosa y la implosión de la misma contra el muro de los comienzos de la adolescencia, nos íbamos de vacaciones siempre al mismo lugar. El destino: la casa de mis abuelos maternos en un campo de La Pampa. Nada nuevo, un ejemplar ordinario, estándar y corriente, de quien ha pertenecido a la célebre clase media argentina. No me sonroja decir que yo amaba ese ritual que cada año se presentaba y que ni siquiera la fuerza incontenible de los vientos era capaz de suspender. Por la noche anterior al viaje, la ansiedad me devoraba la carne, así que no tenía más que jugar hasta el agotamiento extremo. De este modo, ya entrada la noche, me dirigía a mi cama sabiendo que unos pocos minutos con los ojos cerrados serían suficientes para dormirme y despertar en las propias fauces de semejante acontecimiento. A las cinco o seis de la mañana mi vieja se acercaba a mi cama y con la frase de mayor solemnidad que le recuerdo, soltaba la dulzura de sus palabras en mi oído diciendo: “ya es la hora, hijo”. En menos de un segundo ya me encontraba yo sentado en la cama, ahora como dueño absoluto de todo lo que había estado esperando. Y entonces, antes que amanezca, salíamos de viaje. El hecho de partir por la noche, en un pueblo en el que se vive de día, le imprimía una cuota de excepcionalidad, que a esas horas de la madrugada -y de la vida- representaba una experiencia deliciosa. Un viaje de cuatro horas en un Falcon de asientos rígidos, a total merced del clima reinante, con dos compañeros de celda y cuatro hijos insoportables como pasajeros. Un auto duro, incómodo, que a la sazón cumplía con las exigencias de albergar muchos individuos, característica que le hizo valer la denominación de “multipropósito” por esos días tan agitados en nuestro país. Recuerdo las manijas cromadas para abrir las puertas interiormente e imagino un objeto con el que claramente viviría una experiencia traumática en cualquier aeropuerto de la actualidad. Luego de una epopeya interminable, que comprendía dormir, comer, llorar y preguntar cien veces “cuánto falta”, cruzábamos la entrada del campo en el que vivían mis abuelos y llegábamos a destino. Yo salía expulsado de ese auto y no existía el modo en que consiguieran detenerme. Cuando el almanaque ayudaba, nuestra presencia coincidía con la de mis primos y entonces nada podía ser mejor. Si alguna vez tuviera que describir una situación de felicidad plena en mi vida, es posible que elija ese momento y no creo que esté siendo injusto con otras oportunidades.
Dentro de las prioridades que disfruto cada día, una es no tener que madrugar nunca. Jamás. Lo detesto. Solo en algunas ocasiones, también en vísperas de un viaje, pongo el reloj -muy a mi pesar- bien temprano como en aquellas oportunidades. Y mientras me incorporo, todavía muy dormido, pienso en las palabras de mi vieja, las que en un ratito más se las estaré pronunciando a Vicente.
Porque las palabras viajan en el vehículo de la voz.
Y del mismo modo que llegaron, deberemos dejarlas ir.

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