Durante un tiempo, el comprendido entre mi infancia esplendorosa y la
implosión de la misma contra el muro de los comienzos de la
adolescencia, nos íbamos de vacaciones siempre al mismo lugar. El
destino: la casa de mis abuelos maternos en un campo de La Pampa. Nada
nuevo, un ejemplar ordinario, estándar y corriente, de quien ha
pertenecido a la célebre clase media argentina. No me sonroja decir que
yo amaba ese ritual que cada año se presentaba y que ni siquiera la
fuerza incontenible de los vientos era capaz de suspender. Por la noche
anterior al viaje, la ansiedad me devoraba la carne, así que no tenía
más que jugar hasta el agotamiento extremo. De este modo, ya entrada la
noche, me dirigía a mi cama sabiendo que unos pocos minutos con los ojos
cerrados serían suficientes para dormirme y despertar en las propias
fauces de semejante acontecimiento. A las cinco o seis de la mañana mi
vieja se acercaba a mi cama y con la frase de mayor solemnidad que le
recuerdo, soltaba la dulzura de sus palabras en mi oído diciendo: “ya es
la hora, hijo”. En menos de un segundo ya me encontraba yo sentado en
la cama, ahora como dueño absoluto de todo lo que había estado
esperando. Y entonces, antes que amanezca, salíamos de viaje. El hecho
de partir por la noche, en un pueblo en el que se vive de día, le
imprimía una cuota de excepcionalidad, que a esas horas de la madrugada
-y de la vida- representaba una experiencia deliciosa. Un viaje de
cuatro horas en un Falcon de asientos rígidos, a total merced del clima
reinante, con dos compañeros de celda y cuatro hijos insoportables como
pasajeros. Un auto duro, incómodo, que a la sazón cumplía con las
exigencias de albergar muchos individuos, característica que le hizo
valer la denominación de “multipropósito” por esos días tan agitados en
nuestro país. Recuerdo las manijas cromadas para abrir las puertas
interiormente e imagino un objeto con el que claramente viviría una
experiencia traumática en cualquier aeropuerto de la actualidad. Luego
de una epopeya interminable, que comprendía dormir, comer, llorar y
preguntar cien veces “cuánto falta”, cruzábamos la entrada del campo en
el que vivían mis abuelos y llegábamos a destino. Yo salía expulsado de
ese auto y no existía el modo en que consiguieran detenerme. Cuando el
almanaque ayudaba, nuestra presencia coincidía con la de mis primos y
entonces nada podía ser mejor. Si alguna vez tuviera que describir una
situación de felicidad plena en mi vida, es posible que elija ese
momento y no creo que esté siendo injusto con otras oportunidades.
Dentro de las prioridades que disfruto cada día, una es no tener que
madrugar nunca. Jamás. Lo detesto. Solo en algunas ocasiones, también en
vísperas de un viaje, pongo el reloj -muy a mi pesar- bien temprano
como en aquellas oportunidades. Y mientras me incorporo, todavía muy
dormido, pienso en las palabras de mi vieja, las que en un ratito más se
las estaré pronunciando a Vicente.
Porque las palabras viajan en el vehículo de la voz.
Y del mismo modo que llegaron, deberemos dejarlas ir.
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