lunes, 25 de marzo de 2019

Volver

¿Para qué se va alguien de su tierra? Luego de tanto paradero diseminado por las geografías de mi vida, a veces me hago esa pregunta. Es un modo de vivir en el que cada cambio de domicilio resulta un tanto traumático a los fines de lograr nuevas amistades, encontrar un sentido de pertenencia más o menos aceptable, sentirse menos ajeno y en definitiva, sentirse un poco más querido en este mundo. Es dejar atrás un montón de logros para embestir de lleno con una serie de desafíos que, por supuesto, muchas veces no terminan bien. El hecho de conocer muchísima gente y abrir la bendita cabeza ha de ser uno de los acontecimientos más deliciosos que trae esta reticencia a soltar anclas. La sensación experimentada en cada volantazo es comparable al veneno. Y no me refiero al poder mortuorio de de la ponzoña en sí, sino a su capacidad para invadir un cuerpo y lograr dominarlo. Eso es exactamente lo que siento cada vez que avanzo sobre el terreno en lo que constituye un nuevo salto al vacío. También puedo afirmar, con buen margen de seguridad, que después de tanto andar me siento a gusto en el lugar que he logrado adoptar como definitivo, algo difícil de replicar en un micronesio que ha pasado su vida bebiendo la misma leche de coco, en la misma playa. El nomadismo supone estar atado a recuerdos de un modo más preciso, más quirúrgico. Puedo llegar a conectar con relativa facilidad, lo que me encontraba haciendo en el verano de 1996 o en noviembre de 2005 y todo gracias a haberme encontrado en movimiento.
Hace un día que me encuentro en Blaquier, esa bestia conservadora, repleta de personajes asociados a mi infancia. Si bien mañana me voy, en un tiempo más estaré volviendo, no por ganas, sino por la necesidad de sentir nuevamente esos olores que me transportan a lo que alguna vez fui.
Porque para eso se va uno de su tierra.
Para poder volver.

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