jueves, 18 de enero de 2018

Cardumen


Somos con asombrosa previsibilidad lo que en un instante habremos sido, soltando de este modo, minuto a minuto, los párrafos de nuestra historia. Aún así nos ensañamos con la ortografía, y por qué no, con la cosmética caligráfica. Viví la noticia del embarazo de mi hija Lucía como el de una enfermedad terminal, quizás peor. Con el tiempo entendí la importancia que tiene la razón, la sabiduría, el aprendizaje, sobre todo en momentos de desesperación, y si bien he logrado acomodar aquel pensamiento en algún lugar, no hay día que no quiera erradicarlo. Por algún motivo, quizá orgánico, no he logrado engancharme con las drogas, tampoco me he pescado el HIV y los veintisiete han sido tormentosos, pero bien que han quedado atrás y hace tiempo. Seis de cada siete días tomo agua, no fumo, intento equilibrar las comidas y hasta salgo a caminar, y todo sin ningún tipo de sacrificio. Pero en ese séptimo día, la cerveza es incapaz de elevar un céntimo su temperatura en el vaso, prendo un cigarro con otro y las charlas toman tal efusividad que las horas estallan como fuegos de artificio en el fondo de un cielo oscuro. No exagero de franqueza si asumo que pertenezco a la gran mayoría de personas que detestan su trabajo. Soy un cazador de talentos dentro de mí mismo -acaso con pésima puntería- en busca de pasiones muy bien escondidas. Hace quince años que descubrí la cordillera patagónica y desde ese momento no ha habido vuelta atrás. Vivo momentos de plenitud donde disfruto del agua, del viento, su flora, sus rutas. Hasta el momento no he podido trasladar estas palabras a ningún otro sitio que conozca. Puedo decir con relativa seguridad que dejaría todo por irme a vivir allí, solo me falta un poco de valor, el mismo que me ha faltado siempre. Guardo una retroteca en mi cabeza, un registro vastísimo de situaciones donde cada momento cuenta con una ficha en la que porta información tal como el año, los personajes, el asunto, etc. Dieciocho mudanzas repartidas en cinco localidades ayudan a ubicar cada circunstancia en el tiempo correspondiente con mayor facilidad. Nada de esto es producto del azar o de una memoria sobresaliente, sino el resultado de un ejercicio que desde muy chico me he empeñado en llevar adelante. No detesto el consumo, es solo que me hace bien estar fuera de él. Me ha costado mucho desencajar tanto en una sociedad borracha por comprar y desechar. Un típico bicho raro. Y yo que casi había olvidado que lo raro no es sinónimo de malo. Sigo sin aceptar la muerte, y cada vez que me toca de cerca, me deja apabullado, aturdido, sordo. Una sordera que deberé aprender a escuchar cada vez con más frecuencia. Como gran parte de la humanidad, hace tiempo que me repito la misma pregunta: ¿Qué sentido tiene todo esto? Un cuestionamiento claramente más fácil de hacerlo que responderlo. Creo que si el ser humano fuera intelectualmente honesto, el no poder dar una respuesta a este interrogante sería motivo suficiente para encabezar la lista de decesos más probables. Soy un pesimista altamente especializado. Eso no implica ser incapaz de disfrutar la vida, solo hay que acostumbrarse a dormir la siesta con una licuadora encendida en el cuarto de al lado. He decidido reconsiderar los límites fronterizos de mi país, circunscribiéndolos a la población de afectos con la que me rodeo, un patio verde y frondoso que regula el clima de la casa, una huerta que produce en base a un circuito cerrado de nutrientes y unos vecinos apacibles defensores de genocidas que son el ejemplo mejor acabado de una lucha que jamás deberá bajar su puño. Para finalizar, imagino la edad en que indefectiblemente me sentaré a pensar hacia atrás, ya más tranquilo, como un animal manso. Hordas de peces que representan los aciertos, nadando aguas arriba en cataratas de arrepentimientos. Definitivamente en ese cardumen ralo se encontrará mi posición con respecto a los que menos oportunidades han tenido.
Y en esto último se me habrá ido la vida.

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