lunes, 14 de septiembre de 2015

Alquimia


Transcurrían los primeros años de mi vida, la suma de ellos no acusaba los dos dígitos. Yo había descubierto la Alquimia y estaba fascinado. Eunuco de materiales, métodos y bibliografía, reuní lo que pude para alzar la investigación. Fue así que aprendí como aquellos pioneros de la química habían luchado con tanto ímpetu pero con nulo éxito, en la transmutación de los materiales: la concreción de la obtención de oro a partir de plomo, durante más de veinte siglos, había concluido con un contundente fracaso. Estos elementos, vecinos en la tabla periódica, me resultaban junto al mercurio particularmente atractivos. La escasez de oro en mi círculo familiar, la lejanía con el mercurio y el empleo del plomo para tanto artefacto doméstico por aquellos días, me volvió un eximio fundidor plúmbico en condiciones que no recomendaría imitar en sus propias casas. Fueron el plomo, el estaño, el cinc, el cobre y el aluminio, los materiales de este precoz orfebre para el diseño de cuanta inútil porquería. Un inconsciente, solamente superado por mis queridos padres, que obtenía de toda esta basura metálica espejados líquidos candentes y vapores malolientes, siendo mis jóvenes pulmones el lugar obligado de asilo para estos subproductos. Aleaciones de plomo y estaño, diluciones de cinc en ácido muriático, submarinos de carburo de hidrógeno, explosivos de permanganato de potasio, fluorescencias de sodio elemental. Deliraba con hacer flotar barcos de plomo en mares de mercurio o con la increíble densidad del oro, capaz de pesar un litro del dorado elemento, diecinueve kilos. Fueron los días de mi propia panacea universal.
Con el tiempo y los dos dígitos ampliamente inaugurados en mi capital etáreo, me tocó en una clase de física escuchar acerca de una trasmutación muy particular que sí se pudo concretar con éxito. Se partía de la base de un átomo lo suficientemente grande, que luego de ser interceptado por un neutrón, se dividía convirtiéndose en otros menores como kriptón, bario, xenón o estroncio, para finalmente concluir su circuito metamorfósico como plomo.
El elemento fisionado era el Uranio-235 y la bomba homónima que utilizó dicha reacción fue la que el Gobierno estadounidense arrojó, a modo de escarmiento, sobre la ciudad japonesa de Hiroshima el 6 de agosto de 1945.
En concordancia con aquel alquimista que supe ser, se la llamó "Little Boy", y es entonces cuando el cinismo se apodera completamente del relato.

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