miércoles, 28 de septiembre de 2016

Historias


Fue una etapa repleta de desafíos. Solo capaces de medirse con el tamaño de la energía que la juventud te otorga. Sí y solo sí. Independientemente de la carrera emprendida, fue un lapso necesario para aprender a vivir, a compartir lo que no abunda. Experimentamos la humildad. Comprendimos que no éramos individuos aislados, sino animales de comportamiento social, como las hormigas, las abejas y otros himenópteros. Nos estrellamos contra la pared de la frustración, el fracaso, la resignación y tantas cosas más que nadie nos había contado. Y cuando existía la más mínima posibilidad de festejar algo lo hacíamos. A lo chico, pero lo hacíamos. Cada vaso de vino constituía una sentencia hepática de muerte, y sentaba las bases para los precursores químicos que darían pié, en pocas horas, a una resaca espantosa. Y entonces devenía la sed, mas sed que la cantidad de agua que un cuerpo pueda absorber. Y de nuevo a tragar libros, bajo la atenta mirada del ojo de la conciencia, esa vieja de mierda siempre tan pendiente de los demás. Y con las ansias de llegar al fin de una etapa caímos en la trampa de convertirnos en jóvenes adultos. Y nos metimos en un túnel de enfriamiento en el que nos fuimos haciendo grandes a costa de resignar gracia y algunos movimientos. Y estamos acá. Desarrollando la vida en esos dos cuartetos que constituyen el “horario de comercio”. Los más patéticos hasta hacemos cursos de carpintería. Somos difíciles de entender, esperamos el fin del día, el de la semana, el del mes, el del año, y un día en esa espera se nos va la vida. Somos historias. Algunas entretenidas, algunas una pérdida de tiempo, algunas largas y algunas hasta muy intensas.
Y algunas entre algunas, muy atípicas por lo mucho que escasean, llevan con ellas un generoso dejo de enseñanza.
Solo hay que saber buscarlas.

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