Hay momentos en
que
puedo viajar hacia ese tiempo. Es efímero, un destello, colmado de olores y
sensaciones profundas. Tratar que dure o se repita no depende de mí, aunque
a veces ocurre. Es un velo de nostalgia. Es la infancia en Blaquier. Ocurre en
verano y yo cumplo arresto domiciliario por el período de una siesta más.
Las habitaciones oscurecidas para aplacar el calor. La cocina ya limpia y el
aerosol que mata las moscas flotando en el aire. Los mayores duermen e hilvanan
vaya a saber que sueños con el ruido del ventilador. Todo transcurre en un
ámbito de silencio. Son los días de muebles de fórmica, cubeteras de aluminio y
paredes revestidas de machimbre. Yo planeando alguna fuga y pronunciando una
declaración mental en la que me prefiero hijo de unos padres que me dejen
salir. Afuera el sol en su posición más vertical, que junto a la humedad de las
cunetas, hacen de esas horas un lugar complicado para la vida. Solo las emanaciones
acústicas de las chicharras, las gallinas y los perros esculpen una mella en el
más absoluto silencio. Casi no hay autos por estos días. Tampoco televisión. Mi
entretenimiento tiene que ver con herir de muerte algún electrodoméstico, allanar
el gran placar, que aún se conserva, o entregarme a uno de los trece volúmenes
de la enciclopedia ilustrada cuyo nombre y olor todavía recuerdo. En las cuatro
o cinco horas que dura el encierro pienso como seré de adulto, como
luciré, como será mi vida.
Hubiera dado todo por conocer aquellas cuestiones.
Hoy, que visto el traje de la adultez, es el sitio que elegiría para viajar por
unas horas. No tengo dudas. A diferencia de aquellos días ya no me intriga el
futuro, y a pesar de que las cosas no han sido como las imaginaba, tampoco
han sido tan malas.
Hace unas horas estuve en ese lugar.
Es todo lo que pude traer.
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