Cada mañana que a punta de pistola me dirijo a algún sitio, según lo
exige mi rutina laboral, pienso en cómo sería mi vida si no fuera por la
asfixia económica que nos impone el sistema.
Y entonces pienso que
sería mucho más ermitaño, más sedentario aún. Mas barbudo y posiblemente
más odioso, aunque con picos de felicidad un poco más frecuentes que
los de ahora. Un verdadero efecto serrucho en el estado anímico que me
permitiría disfrutar cada uno de sus extremos. Saldría muy poco de casa, quizá en busca de cigarros por la noche, que es cuando se terminan. Mi vestuario conocería la
crisis total, al punto de ser amenazado de muerte por los fabricantes
de perchas. Los baños se restringirían a una cuestión de deposición de
impurezas sobre la superficie que no puede esperar, más que a una
frecuencia fija predeterminada de chapuzones con jabón. Cocinaría mucho
para agasajar amigos, aunque poco y nada para mí. Las borracheras serían
acontecimientos de verdadera solemnidad. Leería casi tanto como lo que
debería, al punto de esperanzar a la inmensa cantidad de ejemplares que
compro y esperan porque algún día los llegue a abrir. Y como escribir es
producto de leer, a diferencia de su inversa, escribiría mucho más y
hasta quizás mejor. Seguiría fabricando muebles para la casa colmados de
imperfecciones, disfrutando de lijar la madera y tosiendo su olor. Por
otro lado la electricidad continuaría teniendo su lugar, desarmando
artefactos o realizando el tendido de instalaciones totalmente
prescindibles. La guitarra volvería a sentir ese momento de esplendor
que jamás tuvo y la colección de música renacería de las ruinas a las
que la redujo Vicente. Cocinar mi cerveza es un hecho que difícilmente
no pueda estar en este mundo comprendido tierra adentro de mi epidermis
mental, y la elaboración de ahumados, embutidos, escabeches y dulces,
ocuparían importancias semejantes. Me despertaría cada día y
contemplaría esa maravillosa coincidencia que es la vida y entonces el
tiempo tendría el valor que se merece, sin ser humillado a la cinemática
circular a la que lo resumen los relojes. Luego llegaría el verano y
con él el fastidio, por lo que estaría obligado a perseguir los
inviernos por las latitudes más alejadas del sol que me brinde el
planeta.
Eso sí, todo seguiría siendo mitad verdad y mitad mentira,
y la lucha en ese caso también consistiría en encontrar la mejor
posibilidad de mí mismo, en ese vasto universo muestral de porquerías
que constituye la vida.
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