Siempre tomé mucho, pero puede decirse que fue entre los veinte y
treinta años donde más lo hice. Una cultura adquirida en el lugar que me
vio nacer y donde los abstemios, a no ser que disfruten de un pueblo no
concebido para ellos, deberían evitar ir. Glaciares de
alcohol han pasado por este cuerpo. El caso de poseer una salud de
hierro hizo que las cosas fueran un poco más difíciles. Nunca decía
basta. Tomaba hasta el hartazgo, pero el hartazgo nunca llegaba. Primero
caía la noción y luego la carne. No he tenido oportunidad de conocer un
solo dolor de cabeza y las resacas acababan ni bien me lavaba los
dientes. Como la noche te lleva a andar por muchos lugares, ni bien
despertaba y si la situación lo acompañaba, entonces la seguía. Hubo un
momento en que por más esfuerzo que hiciese no recordaba el último día
sin ingerir alcohol. Cuando se bebe tanto y tan seguido se pierde la
referencia del día que estás viviendo, y el hecho de dormir dos horas y
tomar otras diez, profana el horizonte artificial del tiempo,
adjudicando al almanaque días que todavía no pasaron. Iba a la facultad
después de despertarme en algún bar. Un día fui totalmente ebrio a
rendir el final de Dasonomía. Oral. Una locura. Me pusieron un siete.
Una época de constantes descensos al infierno donde varios amigos
quedaron en el camino, en algunos casos, aún sin morirse. Una época más
que digna para hacer un tratamiento rehabilitante y aunque no fue así,
los años lograron calmarme. Dicen los que dicen saber que son
movimientos evasivos para escapar de una realidad incómoda.
Yo nunca me escapé.
Es este mundo el que se me sigue escapando.
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