jueves, 23 de marzo de 2017

Sed

Siempre tomé mucho, pero puede decirse que fue entre los veinte y treinta años donde más lo hice. Una cultura adquirida en el lugar que me vio nacer y donde los abstemios, a no ser que disfruten de un pueblo no concebido para ellos, deberían evitar ir. Glaciares de alcohol han pasado por este cuerpo. El caso de poseer una salud de hierro hizo que las cosas fueran un poco más difíciles. Nunca decía basta. Tomaba hasta el hartazgo, pero el hartazgo nunca llegaba. Primero caía la noción y luego la carne. No he tenido oportunidad de conocer un solo dolor de cabeza y las resacas acababan ni bien me lavaba los dientes. Como la noche te lleva a andar por muchos lugares, ni bien despertaba y si la situación lo acompañaba, entonces la seguía. Hubo un momento en que por más esfuerzo que hiciese no recordaba el último día sin ingerir alcohol. Cuando se bebe tanto y tan seguido se pierde la referencia del día que estás viviendo, y el hecho de dormir dos horas y tomar otras diez, profana el horizonte artificial del tiempo, adjudicando al almanaque días que todavía no pasaron. Iba a la facultad después de despertarme en algún bar. Un día fui totalmente ebrio a rendir el final de Dasonomía. Oral. Una locura. Me pusieron un siete. Una época de constantes descensos al infierno donde varios amigos quedaron en el camino, en algunos casos, aún sin morirse. Una época más que digna para hacer un tratamiento rehabilitante y aunque no fue así, los años lograron calmarme. Dicen los que dicen saber que son movimientos evasivos para escapar de una realidad incómoda.
Yo nunca me escapé.
Es este mundo el que se me sigue escapando.

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