Para empezar con todo es fundamental citar al gran Carlitos Darwin.
Este peludo curioso universal, osado viajero, chagásico, víctima de ataques de pánico y padre absoluto del parentesco, le dio nombre con causa a absolutamente todo lo que no había sido ni siquiera observado por nadie y le quitó la concesión monopólica al costoso Dios que la iglesia gestó “in Vitro” en los sesos alquilados de buena parte de la humanidad.
Los rasgos , los colores, las fórmulas, los tamaños, las macromoléculas, los movimientos, las sales, los hábitos, los instintos, las pulsiones, las costumbres, las inercias, los simples sonidos.
Todo escapa al supremo, y en eones de trabajo certifican la más que merecida y aleatoria posesión de rasgos y demuestran lo débil que es el antojo en los caracteres de cada participante y futuro sobreviviente.
La evolución otorga los rasgos definitivos a cada cual y quién, y fortuita coincidencia desoxirribonucleica, tanto al pico del tucán, al aroma de la madreselva, o al culo asesino y suicida de la abeja.
En tiempos afines a la desconfianza catalizados por el microscopio electrónico de barrido, me rehúso a la suscripción a dioses de papel tisú.
Es tiempo de asumir los trastornos en la comprensión de la vida.
No digo que me crean ahora.
No digo que sea fácil después.
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