lunes, 17 de diciembre de 2012

Madre de todas las mentiras

Los genitales del humano neonato dirigen la elección que los padres se encargarán de imponer al recién llegado. De acuerdo a las gónadas se decide la sexualidad, los juguetes, las conductas, el color del chupete, la longitud de las uñas, del cabello y de las libertades.
Como si este avasallamiento fuera menor, existen otras delicias propias de los padres creyentes.
El oligopolio teísta mundial se disputa adeptos por todas las esquinas del globo y esta riña no es gratuita, y mucho menos, saludable.
Como un sistema de adjudicación medieval, se otorgan creencias al momento de nacer por descendencia vertical directa, y no tenemos derecho a réplica, sobre todo por no saber qué pasa en ese precoz estado de la vida.
Nos imponen doctrinas que, en los casos más baratos, nos enseñan a temer a temprana edad. ¿Cómo pueden convencer a un infante que un puntero golpeador lo observa veinticuatro horas al día ante la amenaza de potenciales pecados venideros? ¿Qué clase de patología es la que, con un patético sistema de bonificaciones y castigos, no nos permiten pisar fuera de la huella de las ovejas que pasaron primero? ¿Cómo es posible que el desafío involuntario de los cánones establecidos por la iglesia, avaladas por gobiernos devotos vía Educación colmada de moralismos dominicales, nos segmente en minorías despreciadas de por vida?
Las teologías concomitan con las necesidades homínidas desde generaciones tartarachoznas, provocando de principio a presente los conflictos más sangrientos, las desigualdades más extremas y los justificativos mas vergonzosamente absurdos.
La religión y sus modos invasivos caen con todo el peso en la inofensiva infancia de la humanidad, cambiando para siempre los conceptos del bien y el mal del ahora recluso de Dios. Siempre será tarde para desafiliarte del Partido Celestial. No puede uno “des-bautizarse”, “des-inmolarse” y mucho menos entrar en una vergonzosa lista de espera de prepucios mutilados.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos debería, al menos, contemplar la posibilidad de que las infancias del mundo transcurran su corta vida en un circuito de Educación Laica.
Cuando la fantasía de la niñez mute a la ignorancia de la adultez, habrá tiempo para que “creer y temer” dibujen la frontera de lo que está bien y lo que no, y ser hijos putativos, de este modo y por sí solitos, de la madre más vieja de todas las mentiras.

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