Cuando me fui a La Plata a estudiar, allá por el
año 1993, lo hice con tres amigos del secundario en un departamento
bastante feo, pero con el encanto de estar a media cuadra de la
peatonal. Al cabo de un año me había quedado solo y entonces apareció la
figura de la mudanza como única opción. Eran otros tiempos y mi vieja
se encargaba de todo, caminando de punta a punta la ciudad para
conseguir los fletes, el espacio donde dejar las cosas hasta encontrar
un lugar donde vivir, trámites
inmobiliarios, etcétera. Todo con esas piernas mutiladas por las
várices, producto de parir y criar cuatro hijos varones. Fue así que
logró ubicarme durante los primeros meses del siguiente año, de forma
provisoria, en la casa de un amigo de la familia que vivía en Ensenada.
Enrique, así se llamaba el anfitrión, vivía atrás de la cancha de
Cambaceres, uno de los barrios de viviendas sociales más viejos y
humildes de la ciudad. Corrían los primeros años del decenio neoliberal y
la miseria que reinaba era realmente espantosa. A dos casas de
distancia de la que me alojaba vivía un tipo que tenía varios hijos, no
recuerdo su nombre, si su cara, con unos ojos verdes enormes,
circundados por una esclerótida abusada de derrames, producto de un
severo alcoholismo. Dos o tres veces por día mandaba a uno de sus hijos a
preguntar la hora porque en su casa no tenían reloj. Enrique trabajaba
en Astilleros Río Santiago, uno de los sitios más sindicalizados del
planeta y tenía como amigo inseparable a un tal Pacheco, un peronista y
delegado gremial del astillero, que tenía un Falcon y entre las butacas
llevaba siempre una botella de whisky. Sin el Falcon y sin el whisky
Pacheco no iba a ninguna parte. Todo musicalizado con un vozarrón
tallado a fuerza de devorar cigarros compulsivamente, donde cualquier
comparación exagerada seguramente le queda chica y muy. Los fines de
semana aplacábamos el calor a puro río y camalote en el paraíso ribereño
de Punta Lara. Fueron días de peronismo y Che Guevara, vino tinto y
Parisienes, con niveles alcohólicos en sangre equiparables a una cerveza
liviana, donde pude comprender el verdadero significado del término
“solidaridad”, de la mismísima mano de esas personas que teniendo muy
poco, lo daban todo. No me alcanzarán las horas en este mundo para
agradecer el incidente que me exilió en Ensenada.
Yo tenía dieciocho años, y en ese momento pude comprender que la vida ya no sería como me la habían contado.
Descargas de ideas recargadas de ironía pero con la certeza de no poder no expresar la subjetividad propia de un tozudo convencido, tratando en vano de fracasar por completo en el mal llamado arte de decir diferente.
jueves, 6 de julio de 2017
jueves, 8 de junio de 2017
Blaquier
Vengo de un pueblo chico, desesperadamente chico, donde
dormir la siesta es una medida obligada para mitigar la extensa duración del
día. Los relojes modifican su velocidad angular y entonces el tiempo llega a
detenerse. Nada tienen que hacer en él conversaciones referidas a monedas
extranjeras, arquitectura medieval o simulacros de evacuación. En un país con
marcada pendiente hacia la capital, macrocéfalo y pseudo federal, pueblos como Blaquier
sobreviven como lo hacen los animales de un zoológico abandonado: añorando un
esplendor que nunca existió. Será por eso que, a pesar de haber migrado, soy
insoluble en metrópolis bulliciosas, y considerando que a esta altura no me
esperan más sorpresas que un resignado futuro del más digno cabotaje, deberé
pasar lo que me queda de vida bien lejos de la gran ciudad. Cada mudanza que doy
en mi vida respeta esta idiosincrasia en el plano cartográfico, esto es, abajo
y a la izquierda, al sur y al oeste, lejos y más lejos de esa urbe querida por tantos
menos por mí. Detesto los aeropuertos, las autopistas y las sociedades que bailan en horarios establecidos
por el comercio. Entiendo que mi comportamiento resulta un tanto fastidioso
para quienes viven a mi alrededor, pero es posible que las salidas diplomáticas
no tengan lugar en este caso y sea necesario recurrir a cirugías altamente invasivas. La densidad
poblacional repercute en mí como el smog, las ondas electromagnéticas o la contaminación
freática.
Sé muy bien de donde vengo y me gusta imaginar a donde voy.
Así que si en algún momento de mi recorrido observan que
estoy caminando en “círculos”, no me digan nada.
Estaré corriendo el riesgo de volver donde me fui.
martes, 6 de junio de 2017
Sueños
No me gustan mis sueños. Son la puerta a lo críptico, lo proscripto, lo execrable. Constituyen un puente magnífico con la culpa, los excesos, los temores, las fobias, la inseguridad. Para mal de peores, te agarran dormido. Si algo tienen de bueno es su elevada capacidad de combustión por quienes son los encargados de condenarlos al olvido. No recuerdo haber tenido un sueño referido a algo agradable en toda mi vida. Una vez por mes me visita la posibilidad de haber dejado trunca mi carrera, nunca es por falta de dinero o cuestiones de salud: es por sumergirme en la noche. Lechos de muerte de seres queridos, incapacidad para moverse o escapar, sensación de ahogo, la angustia de volver a empezar todo de nuevo. Hace unas horas desperté cayendo desde un noveno piso. Ocurre en el hotel de una ciudad que aborrezco. Entonces el pánico atraviesa el portal de lo onírico y se materializa en la cama para seguir cayendo al vacio durante unos minutos interminables. Ya no es posible volver a dormirse y dado que en medio de la noche, epifanía de la soledad, no afloran los mejores pensamientos, solo queda levantarse.
Afuera me espera un día agotador.
Secretos
Están estrictamente guardados y no hay cosa
en este mundo, y más allá, que no los tenga. Un cumulonimbus, una piedra en el
fondo de un río, las construcciones de la antigüedad, una herramienta. Así pues
un martillo guarda celosamente el origen de su mango, a que árbol perteneció,
quien lo plantó, mediante que sistema fue irrigado, quién se detuvo bajo su
sombra, cuál fue su leñador, qué carpintero dio su forma.
La naturaleza no es más que una dotación
infinita de información que no está disponible para cualquiera.
Estos enigmas traen consigo la necesidad
imperiosa de ser sacados a la luz, pero mueren al ser revelados, se desvanecen,
pierden su atractivo, muchas veces hasta pierden su nombre.
¿Habré sido capaz alguna vez de beber dos
veces la misma gota de agua en este ciclo hidrológico que posibilita la vida?
No quiero saberlo.
El secreto consiste en saber guardarlos.
martes, 23 de mayo de 2017
Pasiones
Ya hacía tiempo que escribía, y como muchos que lo hacen, cometí el error más típico de los que recurren a la escritura para decir algo: creí que mis textos eran buenísimos. Entonces le escribí una carta a un escritor conocido, básicamente una nota de recomendación de mí mismo. Un puñal a la dignidad, superado solamente por esos envíos de poemas a concursos literarios. Por supuesto que el tipo nunca me respondió. Con el tiempo dejé de creer tanto de mí y de escribirle a escritores famosos, pero seguí escribiendo. Fiel a mi estilo, ese caudaloso talento tan propio de un cuenta gotas. Como tantas cosas que pasaron por mi vida, quizá un buen día decida no seguir escribiendo. Porque el recipiente que aloja nuestras pasiones es un continente finito. Un depósito de amores, donde volcarse a unos implica renunciar a otros.
El secreto está en la máxima extracción en cada camino que se viva.
En la intensidad.
Sea la locura, los excesos, la soledad.
Hasta que nos vengan a buscar.
El secreto está en la máxima extracción en cada camino que se viva.
En la intensidad.
Sea la locura, los excesos, la soledad.
Hasta que nos vengan a buscar.
martes, 16 de mayo de 2017
Selección Natural
Es sabido
que en términos evolutivos hemos llegado tarde a esta fiesta. En el último
minuto de un largo día, dicen para graficar. De los más insólitos casos ocurrieron
antes de nuestra llegada, constituyendo posiblemente el más digno esplendor del
género fantástico. Y fue Darwin quien nos lo advirtió. Hubo entonces plantas
con clorofila celeste, depredadores luminosos, tortugas veloces, cebras sin
rayas, perros que no meaban al árbol y semillas que ofendían al vientre de los
pájaros. Todos ellos quedaron en el camino. Somos seres de diseño. Lo que la
naturaleza nos muestra es el producto acabado más perfecto y económico de una
innumerable cantidad de prototipos que no fueron aprobados para salir del
laboratorio de la vida. De toda la vasta e inimaginable gama de posibilidades que
la parafernalia desoxirribonucleica y sus más que infinitas combinaciones dieron
a luz, el noventa y nueve mil por ciento de los casos han sido partos vanos. Nuestra
supervivencia, en este consomé de genes que vienen y van, está ligada al
altruismo, la solidaridad, el cuidado del ambiente, la división del trabajo y
la humanidad. Todos trabajan en equipo, las hormigas, los maizales y hasta el
vapor de agua para convertirse en gota de lluvia.
La selección
natural se esconde a la vuelta de la esquina.
No por mucho
tiempo será más temprano que tarde.
sábado, 6 de mayo de 2017
Ermitaño
Cada mañana que a punta de pistola me dirijo a algún sitio, según lo
exige mi rutina laboral, pienso en cómo sería mi vida si no fuera por la
asfixia económica que nos impone el sistema.
Y entonces pienso que sería mucho más ermitaño, más sedentario aún. Mas barbudo y posiblemente más odioso, aunque con picos de felicidad un poco más frecuentes que los de ahora. Un verdadero efecto serrucho en el estado anímico que me permitiría disfrutar cada uno de sus extremos. Saldría muy poco de casa, quizá en busca de cigarros por la noche, que es cuando se terminan. Mi vestuario conocería la crisis total, al punto de ser amenazado de muerte por los fabricantes de perchas. Los baños se restringirían a una cuestión de deposición de impurezas sobre la superficie que no puede esperar, más que a una frecuencia fija predeterminada de chapuzones con jabón. Cocinaría mucho para agasajar amigos, aunque poco y nada para mí. Las borracheras serían acontecimientos de verdadera solemnidad. Leería casi tanto como lo que debería, al punto de esperanzar a la inmensa cantidad de ejemplares que compro y esperan porque algún día los llegue a abrir. Y como escribir es producto de leer, a diferencia de su inversa, escribiría mucho más y hasta quizás mejor. Seguiría fabricando muebles para la casa colmados de imperfecciones, disfrutando de lijar la madera y tosiendo su olor. Por otro lado la electricidad continuaría teniendo su lugar, desarmando artefactos o realizando el tendido de instalaciones totalmente prescindibles. La guitarra volvería a sentir ese momento de esplendor que jamás tuvo y la colección de música renacería de las ruinas a las que la redujo Vicente. Cocinar mi cerveza es un hecho que difícilmente no pueda estar en este mundo comprendido tierra adentro de mi epidermis mental, y la elaboración de ahumados, embutidos, escabeches y dulces, ocuparían importancias semejantes. Me despertaría cada día y contemplaría esa maravillosa coincidencia que es la vida y entonces el tiempo tendría el valor que se merece, sin ser humillado a la cinemática circular a la que lo resumen los relojes. Luego llegaría el verano y con él el fastidio, por lo que estaría obligado a perseguir los inviernos por las latitudes más alejadas del sol que me brinde el planeta.
Eso sí, todo seguiría siendo mitad verdad y mitad mentira, y la lucha en ese caso también consistiría en encontrar la mejor posibilidad de mí mismo, en ese vasto universo muestral de porquerías que constituye la vida.
Y entonces pienso que sería mucho más ermitaño, más sedentario aún. Mas barbudo y posiblemente más odioso, aunque con picos de felicidad un poco más frecuentes que los de ahora. Un verdadero efecto serrucho en el estado anímico que me permitiría disfrutar cada uno de sus extremos. Saldría muy poco de casa, quizá en busca de cigarros por la noche, que es cuando se terminan. Mi vestuario conocería la crisis total, al punto de ser amenazado de muerte por los fabricantes de perchas. Los baños se restringirían a una cuestión de deposición de impurezas sobre la superficie que no puede esperar, más que a una frecuencia fija predeterminada de chapuzones con jabón. Cocinaría mucho para agasajar amigos, aunque poco y nada para mí. Las borracheras serían acontecimientos de verdadera solemnidad. Leería casi tanto como lo que debería, al punto de esperanzar a la inmensa cantidad de ejemplares que compro y esperan porque algún día los llegue a abrir. Y como escribir es producto de leer, a diferencia de su inversa, escribiría mucho más y hasta quizás mejor. Seguiría fabricando muebles para la casa colmados de imperfecciones, disfrutando de lijar la madera y tosiendo su olor. Por otro lado la electricidad continuaría teniendo su lugar, desarmando artefactos o realizando el tendido de instalaciones totalmente prescindibles. La guitarra volvería a sentir ese momento de esplendor que jamás tuvo y la colección de música renacería de las ruinas a las que la redujo Vicente. Cocinar mi cerveza es un hecho que difícilmente no pueda estar en este mundo comprendido tierra adentro de mi epidermis mental, y la elaboración de ahumados, embutidos, escabeches y dulces, ocuparían importancias semejantes. Me despertaría cada día y contemplaría esa maravillosa coincidencia que es la vida y entonces el tiempo tendría el valor que se merece, sin ser humillado a la cinemática circular a la que lo resumen los relojes. Luego llegaría el verano y con él el fastidio, por lo que estaría obligado a perseguir los inviernos por las latitudes más alejadas del sol que me brinde el planeta.
Eso sí, todo seguiría siendo mitad verdad y mitad mentira, y la lucha en ese caso también consistiría en encontrar la mejor posibilidad de mí mismo, en ese vasto universo muestral de porquerías que constituye la vida.
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