Los mayores recuerdos de mi infancia pertenecen a la casa en que viví
desde los cinco hasta los doce años, momento en que me fui a estudiar a
una ciudad vecina por la inexistencia de un colegio secundario en mi
pueblo natal. Casi todo pertenece a esa etapa. Mis expediciones por el
mundo de una incipiente química inorgánica, los tan frecuentes circuitos
eléctricos, la matanza indiscriminada de aves con una gomera o rifles
de aire comprimido, las excursiones a la pesca del bagre en las aguas
estancadas de las depresiones de la cuenca del salado y hasta mis más
completos fracasos en cada incursión a los deportes que por ese entonces
se practicaban. Un museo personal de objetos intangibles celosamente
guardados y libres de polvo, en condiciones que demandan mantenimiento
y, por qué no, esbozan cierto orgullo. Mi madre trabajaba en una
escuela rural en la que los siete grados estaban a su cargo y en un
recinto que no excedía las dimensiones ni las fortalezas de una vivienda
precaria. Por la mañana siempre tuvimos una empleada que nos
despertaba, nos preparaba el desayuno, el almuerzo y todo lo necesario
para que cuatro hermanos varones no sucumbieran ante las inclemencias de
alguna tragedia doméstica. Por la tarde mi mamá se liberaba del colegio
y se encargaba de la tropilla de salvajes que tenía por hijos. Mi padre
trabajó siempre de carnicero, por lo que en la heladera abundaban
chuletas, rabos, sesos, bifes de hígado y escaseaba hasta la simpleza
botánica de una hoja de lechuga. Pese a ser carnicero, nunca vi a mi
padre cocinar. Ni hacer un asado, ni cascar un huevo, ni pelar una
cebolla. Creo que no debe saber cómo se hace un pan. Y supo trasladar
este comportamiento a los demás sectores de la organización de una
familia: nunca cambió un pañal, nunca nos llevó al colegio, nunca nos
bañó, nunca jugó a nada con nosotros. Un delicioso bocadillo para los
tiempos que corren. Cuando en mi casa se quemaba una luz había que
llamar al electricista. Si una gotera se ensañaba con una canilla, el
plomero se encargaba. Cuando una silla se aflojaba, nos mecíamos en la
posibilidad de una buena caída hasta que el carpintero se hacía de un
tiempo para repararla. Una vez, en la madrugada de un viaje que solo
hicimos él y yo, me preparó el desayuno y lo sirvió en la misma taza en
que lo calentó, el resultado todavía es recordado por mis labios. Creo
que todos sus hijos hemos advertido la dificultad que vivíamos cuando
algo se rompía o dejaba de funcionar y en cierto modo hemos sido
favorecidos. De alguna forma todos sabemos cocinar, cultivar, subsanar
inconvenientes eléctricos, de construcción, de jardinería, etc. Todavía
recuerdo la potencia de la sensación, con apenas diez años, de cambiar
un interruptor de luz dañando. No solo me estaba independizando de la
lista de espera del técnico del lugar, sino que estaba además haciendo
cosas que mi padre no podía. Siempre le adjudiqué la lejanía que entre
él y nosotros había, a la gran diferencia de edad. Cuando yo nací él
tenía treinta y ocho años, dos meses y quince días. No digo que haya
sido un mal padre, pero sostengo que con poco lo hubiera hecho mucho
mejor. Por años me dije que de tener hijos lo haría de joven, evitando
el gran salto etáreo que entre mi viejo y yo hubo. Con el tiempo la vida
da tantas vueltas que te das cuenta que es imposible armar las cosas a
tu antojo. Planes basados en pura soberbia adolescente combinada con
ignorancia y pedantería. Cuando cumplí treinta y ocho años y tres meses
vino a nuestras vidas mi segundo hijo: Vicente. Un francotirador en
cuestiones de fecundidad con la capa del karma cabalgando a mi lado.
Quince días de diferencia con los treinta y ocho años de edad que me
habia espantado toda la vida. Sin nada que hacer -como padre- con el
intervalo de tiempo, trato de estar atento a lo que tanto despotriqué
-como hijo- y le doy más de cien besos al día.
De algún modo siento la potencia de reparar interruptores.
Descargas de ideas recargadas de ironía pero con la certeza de no poder no expresar la subjetividad propia de un tozudo convencido, tratando en vano de fracasar por completo en el mal llamado arte de decir diferente.
miércoles, 16 de mayo de 2018
domingo, 4 de marzo de 2018
Crónica de un fallecimiento
El día comienza como cualquier otro. Hasta el momento todos
se encuentran aturdidos por una brutal rutina. De pronto una primicia
atraviesa al pueblo. Se expande como el agua en un piso plano buscando
hasta el último recoveco, escurriendo e infiltrando. La gente traslada
su sitio de descanso de la silla de la cocina a la vereda de su casa y
entonces con sus ojos lanzan una intrépida cacería en busca del último
desprevenido. Es en vano, ya todos lo saben.
En el pueblo ha fallecido alguien. Todos traen y llevan, y cuando la
historia parece enfriarse aparecen nuevos detalles. El clima suele
mostrar contemplación en estas fechas, proporcionando atmósferas
diáfanas y vientos suaves o nulos. Entonces el día adopta la forma de un
feriado y de repente todos se encuentran vestidos con ropa destinada a
casamientos o velorios en la casa del finado. Un sinnúmero de gente
compuesta por familiares, amigos, vecinos, confluyen en el lugar. El
desgraciado protagonista yace con la mueca del último minuto en un
féretro situado en el cuarto del matrimonio, con la boca cerrada a
fuerza de pegamento rápido y un improvisado vestuario de gala. A su lado
se escabullen los últimos restos de dignidad. En la misma habitación
unas sillas que inmigraron del comedor alojan fabricas humanas de
llantos y mocos. En una población que solo conoce de gritos y
carcajadas, ver gente hablando suave y a menos de cinco metros de
distancia desconcierta a propios y a ajenos. Los presentes tratan de
encontrarle un sentido al deceso y esgrimen teorías improbables y muy
poco elaboradas. La empresa funeraria ha provisto unos candelabros de
bronce percudido y unas palmas de Honolulu. Todo montado con el
histórico personal a cargo. Personal que junto al cura y los municipales
del cementerio ya han enterrado a más de medio pueblo. El lugar puede
dividirse mediante anillos concéntricos de demostraciones de dolor, que
van desde las inmediaciones del ataúd a las más distendidas zonas de
charla y reflexión. Al día siguiente la familia del occiso experimentará
un nuevo pico de dolor mientras ordena y dispone de las pertenencias,
ahora huérfanas, del fallecido en cuestión. Este último acto constituye
la mayor violación a la intimidad que un ser humano puede padecer.
El finado permanecerá presente en los recuerdos del pueblo el transcurso en que quienes ejerciten su memoria permanezcan arraigados a este lado del tiempo.
Luego todo fluirá por la garganta del olvido.
Inexorablemente.
El finado permanecerá presente en los recuerdos del pueblo el transcurso en que quienes ejerciten su memoria permanezcan arraigados a este lado del tiempo.
Luego todo fluirá por la garganta del olvido.
Inexorablemente.
Cuatro minutos
Me he fijado un tiempo, un breve lapso de él, para ser lo que me antojo
No digo que sea fácil, pero supongamos, solo me tomaré cuatro minutos
Tiempo razonable para suponer que esta soledad no será perturbada
Que mi estado de felicidad no será el más alto, pero se mantendrá estable
La presión atmosférica, la velocidad del viento y la humedad relativa no se verán modificadas
Las mejores ideas no se me caerán necesariamente en estas cuatro revoluciones del minutero
De fondo escucho el reloj que marcará los cuatro minutos sin acabar su pila
No tengo motivos para creer que la comida me dé una patada en este momento
No creo ser capaz de aventurarme en el plano de las certezas más que en estos cuatro minutos
En la paz de estos segundos nada está sujeto a grandes variaciones
Mi optimismo de madera, los niveles de azúcar, la tensión que soporta mi cinturón
No ocurrirán grandes acontecimientos en este tiempo, lo sé
Aún así disfruto este minúsculo paréntesis
Hoy un genocida se murió de viejo
Pero ni siquiera fue dentro de estos cuatro minutos
Así que nada
Estos son los cuatro minutos menos trascendentales de la historia del mundo
Solo una cosa señores
Puede que yo los siga recordando.
No digo que sea fácil, pero supongamos, solo me tomaré cuatro minutos
Tiempo razonable para suponer que esta soledad no será perturbada
Que mi estado de felicidad no será el más alto, pero se mantendrá estable
La presión atmosférica, la velocidad del viento y la humedad relativa no se verán modificadas
Las mejores ideas no se me caerán necesariamente en estas cuatro revoluciones del minutero
De fondo escucho el reloj que marcará los cuatro minutos sin acabar su pila
No tengo motivos para creer que la comida me dé una patada en este momento
No creo ser capaz de aventurarme en el plano de las certezas más que en estos cuatro minutos
En la paz de estos segundos nada está sujeto a grandes variaciones
Mi optimismo de madera, los niveles de azúcar, la tensión que soporta mi cinturón
No ocurrirán grandes acontecimientos en este tiempo, lo sé
Aún así disfruto este minúsculo paréntesis
Hoy un genocida se murió de viejo
Pero ni siquiera fue dentro de estos cuatro minutos
Así que nada
Estos son los cuatro minutos menos trascendentales de la historia del mundo
Solo una cosa señores
Puede que yo los siga recordando.
martes, 27 de febrero de 2018
Transgresiones
Debí tener
alrededor de diez años cuando descubrí la electricidad, y como no pudo
ser de otro modo, quedé fascinado. Tras decenas de descargas recibidas
comencé a comprender el fenómeno y me introduje de lleno en el terreno
voltaico. Primero fueron artefactos de bajo voltaje como linternas,
juguetes, grabadores y luego me fui metiendo en la red eléctrica
hogareña. Desarmaba los electrodomésticos, reparaba los enchufes y hasta
fabriqué un timbre cuya bobina consistía en un tornillo envuelto en
cobre y la campana provenía de la tapa de una azucarera. Un verdadero
talento precoz que el implacable paso del tiempo se ocuparía de corregir
poniéndolo nuevamente en su lugar. En ese entonces había en mi pueblo
un tipo de unos setenta años que despertaba toda mi admiración. Su casa,
con las ventanas siempre bajas, era una feria exhibidora de aparatos
desarmados. Entonces yo iba y descargaba mi arsenal de dudas en ese
universo de electrones y don Mario, así se llamaba, respondía con todo
el gusto del mundo. Fue por esos días cuando me contó que en su
juventud, con apenas veinte años, había conseguido armar un equipo de
radio. En un galpón que había en su casa, en un entrepiso cerca del
techo y lejos de las represalias de un padre conservador, logró
sintonizar algunas emisoras. Me lo dijo como quien divulga el secreto de
su vida, detrás de unos ojos saltones y con total serenidad. Yo tuve la
sensación de estar frente a un gigante. En cuestiones de inteligencia
Mario, sin duda alguna, amasaba una pequeña fortuna. A la sazón, su
confesión me hizo advertir lo que hoy en estas líneas intento ensayar:
el hecho de que los grandes acontecimientos anclan su raíz en las
transgresiones. Si las transgresiones al código genético, las conocidas
mutaciones, no hubieran tenido lugar, nunca podríamos haber abandonado
el rudimentario formato biológico marino de donde todo proviene. Solo
hay un problema en esto de transgredir: no nos quieren así. La membresía
de lo establecido es un tanto reacia a permitir cambios, pues sus
coitos con el dinero suelen verse afectados ante el cambio de paradigmas
y los transgresores se ven obligados a pagar un precio demasiado
elevado por sus herejías. Marx, Darwin y Freud son sólo algunos ejemplos
de estos locos de remate y que además vivieron para contarlo.
Yo no sé qué fue de Mario, pero en estos tiempos que tanto padezco, me gustaría que alguien como él me diera un poco de razón.
jueves, 18 de enero de 2018
Cardumen
Somos con asombrosa previsibilidad lo que en un instante habremos sido, soltando de este modo, minuto a minuto, los párrafos de nuestra historia. Aún así nos ensañamos con la ortografía, y por qué no, con la cosmética caligráfica. Viví la noticia del embarazo de mi hija Lucía como el de una enfermedad terminal, quizás peor. Con el tiempo entendí la importancia que tiene la razón, la sabiduría, el aprendizaje, sobre todo en momentos de desesperación, y si bien he logrado acomodar aquel pensamiento en algún lugar, no hay día que no quiera erradicarlo. Por algún motivo, quizá orgánico, no he logrado engancharme con las drogas, tampoco me he pescado el HIV y los veintisiete han sido tormentosos, pero bien que han quedado atrás y hace tiempo. Seis de cada siete días tomo agua, no fumo, intento equilibrar las comidas y hasta salgo a caminar, y todo sin ningún tipo de sacrificio. Pero en ese séptimo día, la cerveza es incapaz de elevar un céntimo su temperatura en el vaso, prendo un cigarro con otro y las charlas toman tal efusividad que las horas estallan como fuegos de artificio en el fondo de un cielo oscuro. No exagero de franqueza si asumo que pertenezco a la gran mayoría de personas que detestan su trabajo. Soy un cazador de talentos dentro de mí mismo -acaso con pésima puntería- en busca de pasiones muy bien escondidas. Hace quince años que descubrí la cordillera patagónica y desde ese momento no ha habido vuelta atrás. Vivo momentos de plenitud donde disfruto del agua, del viento, su flora, sus rutas. Hasta el momento no he podido trasladar estas palabras a ningún otro sitio que conozca. Puedo decir con relativa seguridad que dejaría todo por irme a vivir allí, solo me falta un poco de valor, el mismo que me ha faltado siempre. Guardo una retroteca en mi cabeza, un registro vastísimo de situaciones donde cada momento cuenta con una ficha en la que porta información tal como el año, los personajes, el asunto, etc. Dieciocho mudanzas repartidas en cinco localidades ayudan a ubicar cada circunstancia en el tiempo correspondiente con mayor facilidad. Nada de esto es producto del azar o de una memoria sobresaliente, sino el resultado de un ejercicio que desde muy chico me he empeñado en llevar adelante. No detesto el consumo, es solo que me hace bien estar fuera de él. Me ha costado mucho desencajar tanto en una sociedad borracha por comprar y desechar. Un típico bicho raro. Y yo que casi había olvidado que lo raro no es sinónimo de malo. Sigo sin aceptar la muerte, y cada vez que me toca de cerca, me deja apabullado, aturdido, sordo. Una sordera que deberé aprender a escuchar cada vez con más frecuencia. Como gran parte de la humanidad, hace tiempo que me repito la misma pregunta: ¿Qué sentido tiene todo esto? Un cuestionamiento claramente más fácil de hacerlo que responderlo. Creo que si el ser humano fuera intelectualmente honesto, el no poder dar una respuesta a este interrogante sería motivo suficiente para encabezar la lista de decesos más probables. Soy un pesimista altamente especializado. Eso no implica ser incapaz de disfrutar la vida, solo hay que acostumbrarse a dormir la siesta con una licuadora encendida en el cuarto de al lado. He decidido reconsiderar los límites fronterizos de mi país, circunscribiéndolos a la población de afectos con la que me rodeo, un patio verde y frondoso que regula el clima de la casa, una huerta que produce en base a un circuito cerrado de nutrientes y unos vecinos apacibles defensores de genocidas que son el ejemplo mejor acabado de una lucha que jamás deberá bajar su puño. Para finalizar, imagino la edad en que indefectiblemente me sentaré a pensar hacia atrás, ya más tranquilo, como un animal manso. Hordas de peces que representan los aciertos, nadando aguas arriba en cataratas de arrepentimientos. Definitivamente en ese cardumen ralo se encontrará mi posición con respecto a los que menos oportunidades han tenido.
Y en esto último se me habrá ido la vida.
martes, 9 de enero de 2018
Vengo
Vengo de un pueblo inundado
hipodérmico, paleolítico y afiebrado
no pierdo el terror de ver aquel patio mutilado
las paredes, el techo y la memoria hechos cascotitos
o lo que es peor, en su lugar una brillosa ferretería
con candados, cebos tóxicos y extensiones made in china
hipodérmico, paleolítico y afiebrado
no pierdo el terror de ver aquel patio mutilado
las paredes, el techo y la memoria hechos cascotitos
o lo que es peor, en su lugar una brillosa ferretería
con candados, cebos tóxicos y extensiones made in china
Vengo con los recuerdos enojados
húmedos y con dolor de panza
no quedan esperanzas en el frasco de aceitunas
ni gatas peludas ni sapitos con cola
dos sabañones adornan las comisuras de mi sonrisa
de tanta mueca impoluta fregada con lavandina
Vengo con el campeón agitado
con la tos convulsa y los pies mojados
una sinfonía de policías tocados por trompetas
arriba de caballos que han aprendido a montar a la gente
entonces una ligustrina crece en mi corazón
por tanto andar con el orgullo encerrado.
Empanadas.
Yo vi morir al siglo veinte. No sentí la culminación pomposa de una etapa, sino un funeral. Un final que se presagiaba, tangible en el aire como el dolor en la carne. Ya había decidido colgar por ese año los estudios. Y con mi amigo misionero, por esos días pampeano y ahora salteño, el polaco Juan Palczewicz, salimos a vender empanadas. Tres veces a la semana visitábamos el Ministerio de Salud, que quedaba cerca de casa, ofreciéndoles ese manjar envuelto en masa. Una bandeja de colesterol al alcance del colmillo que el sedentariato público resistía con poco, e incluso nulo éxito. La noche anterior nos quedábamos hasta tarde preparando el menú, acompañados por no pocas botellas de vino. La cuestión era aplacar el calor y el vacío que acusaban esos días. No hace falta aclarar que la rentabilidad de dicha actividad era meramente emocional. Sobre todo si le sumamos a los costos, el plus de gas que mis compañeros de habitancia nos hacían pagar por tan pingüe negocio emprendido. Todo se volvía un poquito peor los días que no conseguíamos vender ni la mitad del producto y entonces veíamos como los mismos compañeros que habían aplicado tal índice de corrección al pago de la factura, desmembraban a pura mandíbula y ojo frío esas empanadas de saldos como unos auténticos cocodrilos del Nilo. Fueron tiempos revoltosos con una cizalla social incubada por años. Las medidas neoliberales habían conseguido desplazar al ser humano del centro de la política y en su lugar yacían netos guarismos. Un escenario que nunca podría haber alcanzado tal grado de perversión de no ser por el apoyo imprescindible de la corporatocracia mediática, que provista de un sistema radicular poderoso, anclado en los años de plomo, pastaba ahora sin depredadores naturales en el mar picado de una democracia caótica.
Fue la primer experiencia vivida bajo las políticas excluyentes de un gobierno neoliberal y francamente nunca pensé que podría volver a vivirlas. Me equivoqué. Porque estos tipos cambian su aspecto pero no su esencia. Mutan, se modernizan, se adaptan, se mimetizan. Y se meten en tu vida con otras formas y nombres sin revelar nunca su verdadera composición interna.
Fue la primer experiencia vivida bajo las políticas excluyentes de un gobierno neoliberal y francamente nunca pensé que podría volver a vivirlas. Me equivoqué. Porque estos tipos cambian su aspecto pero no su esencia. Mutan, se modernizan, se adaptan, se mimetizan. Y se meten en tu vida con otras formas y nombres sin revelar nunca su verdadera composición interna.
Como las empanadas.
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